El invierno se había ido sin hacer ruido.
 Las calles ya no olían a lluvia, sino a café recién molido y a hojas secas que el viento arrastraba sin rumbo.
 Lucía caminaba con su cámara colgando del cuello, como si todavía necesitara ese peso para recordarse quién era.
 Vivía en un pequeño apartamento sobre una panadería, donde cada mañana el aroma del pan recién hecho le recordaba que los días podían empezar de nuevo, aunque doliera.
Habían pasado seis meses desde aquel evento.
 Seis meses desde la canción, desde el beso contenido entre luces y gritos, desde la verdad que los había desgarrado y unido al mismo tiempo.
 El mundo había seguido su curso.
 Mateo ahora era un artista independiente; su nombre seguía llenando titulares, pero ya no por escándalos ni campañas virales, sino por algo más simple: su música.
 Lucía lo sabía. No porque lo buscara, sino porque el eco de su voz seguía apareciendo donde menos lo esperaba —en la radio de un taxi, en el teléfono de alguna amiga, o en el televisor de la cafetería donde solía estudiar.
A veces lo escuchaba solo un segundo antes de cambiar de canal.
 A veces se quedaba quieta, con el corazón latiendo demasiado rápido, reconociendo en cada nota una parte de lo que fueron.
Esa mañana, sin embargo, el destino decidió cruzar sus caminos de nuevo.
La cafetería seguía igual: las mismas sillas de madera desgastada, las luces cálidas y esa pared llena de fotografías viejas que contaban historias sin nombres.
 Lucía había ido allí sin pensarlo demasiado, solo buscando un lugar tranquilo para editar las fotos de su último proyecto.
 Tenía el portátil abierto, una taza de capuchino y el cabello recogido de forma descuidada.
 Todo era calma.
 Hasta que lo vio.
Mateo.
 Entrando por la puerta, con una bufanda gris alrededor del cuello y esa expresión serena que antes nunca había tenido.
 Ya no parecía una estrella de revista ni un chico atrapado en el brillo falso del éxito.
 Parecía… alguien real.
 Alguien cansado, pero en paz.
Lucía sintió cómo el aire se le atascaba en la garganta.
 No se movió.
 Solo lo miró acercarse al mostrador, pedir algo, y luego girar la vista hacia el local, como si buscara un recuerdo.
 Y cuando la encontró a ella, el mundo se detuvo un instante.
No hubo sorpresa en su rostro.
 Solo una sonrisa pequeña, sincera, casi tímida.
 Como si los dos supieran que aquel encuentro no era casualidad.
—Hola —dijo él, con esa voz que aún tenía el poder de desarmarla.
 —Hola —respondió ella, intentando que no se notara cómo le temblaban los dedos sobre la taza.
Mateo señaló la silla frente a ella.
 —¿Puedo?
 Lucía asintió.
 Y el silencio volvió a ocupar el espacio, cómodo y pesado a la vez.
—Pensé que ya no vivías aquí —dijo él finalmente.
 —No vivo aquí —respondió ella, jugando con la cucharita del café—. Solo vine por unos días.
 —Entonces fue suerte.
 —¿O destino? —replicó, sin mirarlo.
Mateo sonrió. Esa sonrisa tranquila que nunca había mostrado antes, ni siquiera en los escenarios.
 —Quizás las dos cosas —dijo—. Desde que te vi, todo me parece una mezcla de suerte y destino.
Lucía lo observó. Había algo distinto en él.
 La forma en que hablaba, la manera en que la miraba sin buscar disculparse.
 Como si por fin entendiera que no todo debía arreglarse, que a veces bastaba con aceptar lo que fue.
—¿Cómo estás? —preguntó ella, aunque en realidad quería saber si todavía la pensaba cuando cantaba.
 —Bien —respondió él, con sinceridad—. Por primera vez, bien. Dejé de trabajar con Lucas. Empecé de cero.
 —Eso… debió costarte.
 —Sí, pero valió la pena.
 Mateo bajó la mirada, como si las palabras siguientes se escaparan de su control—. Hice lo que me pediste aquella noche, aunque no me lo dijeras. Solté todo.
Lucía tragó saliva.
 No esperaba que dijera eso.
 No esperaba nada, en realidad. Pero ahí estaba él, frente a ella, cumpliendo promesas que nunca habían llegado a pronunciarse del todo.
—¿Y tú? —preguntó él—. ¿Sigues tomando fotos?
 Ella sonrió, al fin.
 —Sí. Ahora estudio fotografía. Intento capturar lo que no puedo decir.
 —Eso siempre fuiste tú —murmuró él—. La que encontraba belleza en lo que nadie veía.
El sol entraba por la ventana, tiñendo la mesa de tonos dorados.
 Lucía abrió su mochila y sacó una fotografía.
 La colocó frente a él, sin decir nada.
 Mateo la tomó con cuidado, reconociendo de inmediato la escena: el escenario iluminado, él cantando bajo una lluvia de luces, los ojos perdidos entre la multitud.
 Una imagen congelada de aquel instante en el que todo había cambiado.
—La tomé yo —dijo ella, en voz baja—. Desde el fondo del evento. Nadie lo sabía.
Mateo la observó, sorprendido.
 —¿Por qué esa foto? —preguntó.
Lucía lo miró directo a los ojos.
 —Porque ese fue el día que supe que no eras un personaje. Eras tú.
Las palabras flotaron entre ellos, suaves pero contundentes.
 Mateo cerró los ojos un instante, como si necesitara absorberlas despacio, como si fueran un bálsamo después de tanta culpa.
Cuando los abrió, la miró con ternura.
 —Y tú… sigues siendo mi tendencia favorita.
Lucía soltó una risa entrecortada.
 El aire pareció aflojarse, más liviano, más humano.
 El ruido de la cafetería desapareció poco a poco.
 Solo quedaron ellos.
El beso llegó sin aviso.
 No hubo dramatismo ni música de fondo.
 Solo la certeza silenciosa de que, por fin, todo lo vivido había tenido sentido.
Mateo la besó con calma, como si tuviera miedo de romper algo.
 Lucía respondió con la misma suavidad, sin culpa, sin cámaras, sin testigos.
 Era un beso limpio, sin la urgencia de antes.
 Uno que no prometía eternidad, pero sí verdad.