Amor en venta.

CAPÍTULO 3: SEMILLAS DE LA OBSESIÓN

La oficina de Ricardo Morales estaba ubicada en el piso veintidós de un edificio que había sido "el más moderno de la ciudad" en 1987 y ahora luchaba valientemente por mantener la relevancia mediante renovaciones cosméticas cada cinco años. El resultado era una especie de Frankenstein arquitectónico: elevadores originales que hacían ruidos preocupantes, pero con pantallas táctiles nuevas que nunca funcionaban; lobby con mármol de los ochenta combinado incomprensiblemente con sillones "contemporáneos" que parecían instrumentos de tortura disfrazados de mobiliario.

Arturo llegó exactamente a la una en punto, porque Ricardo—a pesar de ser su mejor amigo desde tercer grado—era también su abogado, y los abogados cobraban por bloques de seis minutos. Llegar tarde significaba pagar por tiempo que no usabas, lo cual ofendía tanto el sentido de eficiencia de Ricardo como su sentido del humor.

La recepcionista—una mujer de unos cincuenta años llamada Marta que trataba a todos los clientes como si fueran niños traviesos que necesitaban supervisión—lo saludó sin levantar la vista de su crucigrama.

—Llegas a tiempo. Milagro. Él está terminando una llamada. Siéntate. No toques las revistas, están organizadas cronológicamente.

—Buenos días a ti también, Marta.

—"Buenos" es subjetivo. El café está rancio y mi esposo olvidó nuestro aniversario otra vez. ¿Qué tiene de bueno?

—¿Cuántos años?

—Veintiocho. Veintiocho años y el hombre todavía se sorprende de que el 15 de octubre llegue cada año como un reloj.

—Tal vez deberías ponerle una alerta en su teléfono.

—Ya lo hice. La apagó porque "sonaba muy seguido"—Marta finalmente lo miró—. ¿Tú eres de los que olvidan aniversarios?

—Técnicamente no puedo olvidar lo que mi asistente recuerda por mí.

—Al menos eres honesto sobre tu incompetencia. Eso cuenta para algo—marcó algo en su crucigrama con satisfacción violenta—. Puedes pasar. Y Arturo, sea lo que sea que vayas a proponerle, recuerda que él tiene presión alta y una hipoteca.

La oficina de Ricardo era exactamente lo que esperarías del mejor amigo de un millonario que se negaba rotundamente a comportarse como el mejor amigo de un millonario. Escritorio sólido pero anticuado. Estantes llenos de libros de leyes que realmente había leído. Diplomas en la pared que a pocos interesa. Una foto enmarcada de su esposa y sus dos hijos en Disney World, todos usando orejas de Mickey Mouse con la absoluta falta de ironía de personas que genuinamente disfrutaban las vacaciones familiares.

Ricardo Morales tenía treinta y dos años pero ya había desarrollado las características de un abogado de cincuenta: líneas de preocupación permanentes alrededor de los ojos, la postura ligeramente encorvada de alguien que pasaba demasiadas horas inclinado sobre documentos, y una expresión de escepticismo que sugería que había escuchado todas las estupideces humanas posibles y ya no se sorprendía por ninguna.

Estaba terminando una llamada cuando Arturo entró, gesticulando hacia la silla de cuero frente a su escritorio.

—...Señora Martínez, entiendo su frustración, pero demandar a su vecino porque su perro la miró "de forma amenazante" no cumple con los requisitos legales de hostigamiento... No, no importa que el perro sea un Chihuahua llamado Satanás. El nombre no constituye intención maliciosa... Sí, entiendo que usted es una cristiana devota. Lo cual me hace preguntarme por qué su respuesta apropiada a un Chihuahua es litigación en lugar de oración, pero eso es entre usted y su pastor...

Arturo intentó no reírse. Falló.

Ricardo le hizo un gesto de "ayúdame" mientras continuaba.

—Dígale qué: hable con su vecino como adultos funcionales, y si eso no funciona, llámeme. Pero le advierto que cobro trescientos dólares la hora y ya llevamos veinte minutos discutiendo la teología de los nombres caninos, así que... Excelente. Que tenga un bendecido día, señora Martínez.

Colgó y se dejó caer en su silla con el dramatismo de alguien que acababa de sobrevivir un interrogatorio policial.

—Cuatro años de universidad. Tres años de escuela de leyes. Pasé el examen del colegio de abogados en el primer intento. Y paso mis días mediando disputas sobre Chihuahuas demoníacos.

—Satanás suena como un buen nombre para un Chihuahua, para ser honesto.

—No ayudes—Ricardo sacó dos contenedores de comida china de un cajón de su escritorio y le aventó uno a Arturo—. Chow mein con pollo. Pedí hace media hora anticipando que tendrías crisis existencial que requeriría carbohidratos. Sírvete.

Arturo abrió el contenedor. La comida estaba tibia en el mejor de los casos.

—¿No podemos salir a almorzar a algún lugar?

—Claro. Puedes pagar cuatrocientos dólares por un filete que sabe igual que uno de cincuenta, o podemos comer comida china mediocre aquí mientras me cuentas qué locura te trajo. Tic-tac, el reloj está corriendo.

—¿De verdad me estás cronometrando?

—Arturo, eres mi mejor amigo desde que tenías ocho años y me defendiste cuando Billy Morrison me robó mi almuerzo. Eso me compra una lealtad considerable. Pero también tengo tres clientes más esta tarde, dos de los cuales no son millonarios y realmente necesitan mi ayuda. Así que sí, estoy cronometrando. Habla.

Arturo tomó un bocado de fideos tibios, organizando sus pensamientos. Ricardo esperó con la paciencia de alguien acostumbrado a que las personas dijeran cosas estúpidas y necesitaran tiempo para trabajar hasta el punto.

—¿Alguna vez te has preguntado si las personas en tu vida te aman por quien eres o por lo que tienes?

Ricardo masticó lentamente, evaluando.

—¿Esto es una pregunta filosófica general o estamos teniendo tu crisis de los treenta dos años tarde?

—La segunda.

—Okay. Dame contexto. ¿Qué pasó?

Arturo le contó sobre la fiesta, la conversación con Valentina, las últimas dos semanas de observar patrones que no podía dejar de ver. Terminó con la galería de arte y su encuentro con Adriana, omitiendo cuidadosamente cuánto había pensado en ella desde entonces.



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En el texto hay: romcom

Editado: 03.11.2025

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