La alarma del celular sonó.
Con mucho sueño y sin nada de ánimo, Liz abrió los ojos. Parpadeó unas cuantas veces y se quedó con la mirada perdida en el techo. Dejó escapar un suspiro. Se dio media vuelta en la cama y su felina acompañante maulló con descontento.
—Disculpa Mila, se me olvidó que estabas ahí—. Dijo Liz con voz somnolienta y desanimada.
Mila dirigió sus indignados ojos felinos hacia Liz y junto con un pequeño y corto maullido, saltó de la cama como si su humana hubiese cometido un terrible pecado al sacarla de su comodidad.
Liz, entre su desánimo, cerró los ojos y contuvo la respiración por unos segundos. Maldecía su suerte.
¿Qué haría ahora que su madre había vuelto? ¿De verdad estaba arrepentida por haberla abandonado y quería recuperarla? O… ¿quizás quería algo de ella?
Liz se tapó el rostro con la almohada y dejó salir un grito de frustración.
Rose, su madre, desapareció hace siete años. No era una niña pequeña cuando la dejó. No obstante, el costo de igual modo fue demasiado alto para una adolescente. Liz tuvo que convertirse en una adulta con solo dieciséis años y no fue nada fácil. Además, Rose ni siquiera se dignó a dejar una nota o una carta en donde explicara el porqué de su abandono.
Liz pasó mucho tiempo preocupada, preguntándose que pasó con su madre, incluso llegó a pensar lo peor.
Rose, nunca fue la mejor madre del mundo y la mayoría de las veces regañaba a Liz por cosas que ni siquiera tenían sentido…pero era su madre, su única familia y pese a todo la amaba.
Era sábado. Liz recordaba aquel día con mucha claridad, pues había despertado y Rose no estaba en casa. Liz solo se encogió de hombros y se sintió aliviada de que no estuviera ya que así comería con tranquilidad. Sin embargo, ese día se convirtió en una semana y esa semana en meses. Al darse cuenta de la situación, algo dentro de ella se quebró y se encerró aún más en ella misma…hasta que Maggie llegó a su vida y con su sonrisa y personalidad radiante le dio color a sus grises días.
Ya cuando fue más mayor y sin darse cuenta, dejó de pensar en Rose y se centró en ella y en lo que quería lograr.
—Ahhh. —suspiró Liz. Ya no sabía que pensar. Solo podía esperar lo peor. Sabía que era cruel pensar así, sin embargo, no lo podía evitar. Rose era su madre, y por eso mismo era mejor no tener expectativas. Después de todo, era una mujer con muchas facetas y sorpresas. Estaba segura de que había un motivo oculto tras su visita.
Será mejor que deje de darle vueltas. Si sigo pensando en ella solo lograré que me duela la cabeza.
Tras estar algunos minutos más en la cama, Liz decidió que era hora de levantarse. Sin prisas, se levantó y se dirigió al baño para darse una ducha. Esa era la terapia que necesitaba en estos momentos para despejar sus pensamientos.
Al terminar veinte minutos después y aun con la toalla rodeando su cuerpo, Liz se dirigió a la cocina.
Unas de las ventajas que Liz amaba de vivir sola era que podía pasearse con las pintas que ella más quisiera.
Sin muchas ganas de comer y de mala gana, Liz se preparó el desayuno. No tenía hambre, pero la promesa a Maggie sobre no saltarse las comidas la perseguía. Liz sacó unos huevos del refrigerador lista para cocinar su desayuno, pero el sonido del timbre la interrumpió.
¿Maggie vino temprano? Pensó Liz mientras se dirigía hacia la puerta.
Abrió la puerta con una sonrisa lista para preguntarle a su amiga por su cita. Sin embargo, en lugar de su amiga, era Gabriel quien estaba frente a ella. Liz se sonrojó al darse cuenta de sus pintas.
Gabriel abrió los ojos con sorpresa. Él era testigo de la sensualidad natural de Lizbeth, pero al tenerla frente a él…solo con una fina toalla alrededor de su delgado y pequeño cuerpo no le quedó duda. ¿Cómo podía ser tan malditamente caliente sin siquiera intentarlo?
Quiero quitar esa toalla ya mismo. Sin embargo, solo se limitó a tragar saliva y a quitar su expresión de baboso.
Liz por su lado, tragó saliva y deseó que la tragara la tierra. No estaba acostumbrada a tener más visitas que Maggie, por lo que no pensó que su atuendo estuviera fuera de lugar. Ahora sabia de su error.
Aun con el rostro sonrojado, Liz se llevó una mano a su pecho para asegurarse de que la toalla estuviera en su sitio. Cuando comprobó que estaba bien sujeta suspiró y se hizo a un lado para que Gabriel entrara.
Dubitativo, Gabriel se adentró en el ya conocido hogar de Lizbeth. Su intención al venir era solo para que ella no se sintiera sola y poder hacerle compañía. Gabriel podía jurar que sus intenciones eran puras. Sin embargo, ahora que había visto a Lizbeth solo en toalla, ya no estaba tan seguro.
—Espera un momento—dijo Liz aun sonrojada—, iré a vestirme y vuelvo. Siéntete como en tú casa.
Gabriel asintió mientras Liz se daba la vuelta para desaparecer a toda velocidad en dirección a su habitación.
Gabriel tragó saliva pesadamente. Se pasó una mano por el cabello y dejó escapar un largo suspiro. En este momento necesitaba de todo su autocontrol para no seguir a Lizbeth hasta su habitación, quitarle esa toalla y lamer todo su cuerpo para después hacerla suya. De verdad se estaba conteniendo. ¡Dios! Si ella supiera todo lo que pasaba por su mente en ese instante, estaba segura de que se asustaría. Una sonrisa ladina se formó en sus perfectos labios. De verdad estaba comenzando a perder la cabeza.