Puebla de los Infantes, Córdoba. Un pueblo donde el tiempo parecía discurrir con la lentitud pausada del río que lo bordea, arrastrando consigo la arena de la tradición y las huellas de las vidas que lo habitaban. Aquí, las casas encaladas guardaban historias susurradas, y las miradas curiosas se tejían en el aire como hilos invisibles que conectaban cada hogar.
En este remanso de costumbres arraigadas, vivía Asunción. Sus sesenta años se posaban sobre ella con la quietud melancólica de una viudez reciente, un manto de soledad que ni el ajetreo de sus hijos adultos ni la frágil presencia de su madre nonagenaria y enferma lograban disipar por completo. Había cumplido con todos los ritos de la vida: el matrimonio, la maternidad, el duelo. Y ahora, un vacío insospechable se abría ante ella, un anhelo de algo más que la rutina y los recuerdos.
Mientras tanto, por las mismas calles empedradas, la energía de la juventud bullía en Roberto. Dieciocho años recién cumplidos, un cuerpo esbelto y una mirada que prometía la rebeldía aún no explorada. Criado bajo la férrea mano de Juan Carlos y Teresa, sus padres, Roberto sentía el peso de las expectativas, el asfixiante abrazo de un futuro ya escrito para él. Anhelaba la libertad, una aventura que lo sacudiera del letargo y lo definiera más allá de ser "el hijo de".
Fue en una tarde de sol, de esas que lo inundan todo en Córdoba, cuando sus mundos colisionaron. Un encuentro fortuito, una conversación que se extendió más allá de lo esperado, y una chispa se encendió en el aire. Una chispa que ninguno de los dos había buscado, ni creído posible. Un vínculo silencioso, casi imperceptible, comenzó a tejerse entre la madurez serena de Asunción y la incipiente audacia de Roberto.
Un amor inmaduro lo llamarían algunos. Inmaduro, no por la profundidad de los sentimientos que empezaban a germinar, sino por el desafío que representaba. Un amor que ignoraba las décadas, las convenciones, los murmullos del pueblo. Un amor que, para Asunción, era una inesperada resurrección; y para Roberto, la puerta a una emancipación anhelada.
Pero Puebla de los Infantes era un pueblo pequeño, y los secretos, como las sombras al atardecer, no tardaban en alargarse y revelarse. Pronto, este romance clandestino pondría a prueba no solo la valentía de sus protagonistas, sino también la fortaleza de los lazos familiares, la rigidez de la tradición y la capacidad de un pueblo entero para juzgar, o para comprender, lo que el corazón, a veces, se atreve a sentir.
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