El regreso de Roberto a Puebla de los Infantes fue una bofetada de realidad. La ciudad de Sevilla, con su energía y la dulzura de Marta, se sentía ahora como un sueño lejano. La ferretería, antes un símbolo de las expectativas paternas, era ahora un barco hundiéndose, y él, el único tripulante capaz de remendarlo. Sus padres, Juan Carlos y Dolores, lo recibieron con una mezcla de alivio y una expectación tácita, como si su sola presencia bastara para solucionar años de desidia. Emilio, su hermano, lo miraba con el mismo recelo de siempre, una punzada de envidia en sus ojos por el "favorito" que regresaba.
Para Asunción, la noticia del regreso de Roberto se esparció como un reguero de pólvora por Puebla de los Infantes. Las pocas veces que salía para atender a su madre, Doña Carmen, o para hacer alguna compra, notaba las miradas, los susurros. El pueblo había cambiado, sí, pero su memoria era larga y sus prejuicios, inquebrantables. Ella, que había luchado con la enfermedad de su madre y la ruina económica de vender la parcela de Antonio, sintió una mezcla de emociones. Temor, por supuesto, por lo que su regreso pudiera significar para el precario equilibrio de su vida. Pero también, en lo más profundo de su ser, una punzada de esperanza, un latido que creía haber silenciado.
El primer encuentro fue inevitable y y, a la vez, una sorpresa. Asunción salía de la farmacia, con el rostro cansado por las noches sin dormir, cuando lo vio. Roberto estaba en la puerta de la ferretería, hablando con un proveedor. Se veía diferente. Más maduro, quizás, con el semblante más serio y la chispa juvenil atenuada por la experiencia. Sus ojos, sin embargo, seguían siendo los mismos.
Se miraron. El tiempo pareció detenerse, y el bullicio del pueblo se desvaneció en un murmullo distante. Un torbellino de recuerdos los asaltó a ambos: los encuentros furtivos en el molino, los besos robados, las promesas susurradas bajo la luna. Para Roberto, la imagen de Asunción, aunque demacrada por la preocupación, seguía siendo un ancla a su pasado, a la pasión que había intentado enterrar. Para Asunción, Roberto era el eco de la única vez que se había sentido verdaderamente viva.
Roberto fue el primero en reaccionar. Una sonrisa triste se dibujó en sus labios, y se acercó a ella, ignorando al proveedor que lo esperaba.
"Asunción", su voz era suave, casi un susurro. "¿Estás bien?"
Asunción asintió, las palabras atascadas en su garganta. "Roberto... has vuelto."
"Sí", respondió él, su mirada escrutándola. "¿Cómo está tu madre? He oído..."
El simple hecho de que se preocupara por Doña Carmen, una cortesía que la mayoría del pueblo le negaba, la conmovió profundamente. "Está... delicada. Hemos tenido que vender la parcela." Lo dijo con un nudo en la garganta.
Roberto frunció el ceño. Sabía lo que significaba para ella esa tierra. Su regreso, en medio de la crisis de su propia familia, parecía coincidir con la ruina de Asunción. El peso de su pasado compartido, de las vidas que se habían entrelazado de forma tan dolorosa, se hizo tangible en el aire.
Mientras hablaban, ajenos a las miradas que empezaban a posarse sobre ellos, la figura de Dolores apareció en la puerta de la ferretería. Había salido a ver qué ocurría con el proveedor. Sus ojos se fijaron en la escena, y su rostro se transformó. La sangre le hirvió en las venas. Asunción. De nuevo. El fantasma del pasado, la mujer que había "arruinado" a su hijo, frente a su negocio, hablando con él.
"¡Roberto!", la voz de Dolores fue un trueno, cortando el aire con una hostilidad que no disimulaba. "¡A trabajar! El proveedor te está esperando. ¿No ves que tenemos asuntos urgentes?"
Roberto se tensó, el breve momento de intimidad roto por la realidad. Se despidió de Asunción con una mirada de disculpa y se volvió hacia su madre, el rostro endurecido.
Asunción, humillada, apretó la bolsa de la farmacia contra su pecho y se alejó rápidamente, sintiendo el peso de las miradas, de los juicios. El regreso de Roberto no traía la paz, sino una renovada tormenta. El amor inmaduro, aquel que se había resistido a morir, ahora amenazaba con reabrir viejas heridas y desatar nuevas batallas en el corazón de Puebla de los Infantes. La presencia de Roberto, aunque un consuelo para Asunción, era una bomba de tiempo en el seno de la familia Vargas.
Secretos y Sospechas.
El encontronazo con Asunción y la reacción furiosa de Dolores dejaron a Roberto con un sabor amargo. La reprimenda de su madre, pública y humillante, solo sirvió para recordarle las cadenas que lo ataban a Puebla de los Infantes. Esa noche, la cena familiar fue un campo de batalla silencioso. Dolores lanzaba miradas gélidas a Roberto, mientras Juan Carlos permanecía inusualmente callado, como si quisiera desaparecer bajo la mesa. Emilio observaba la escena con una satisfacción apenas disimulada.
"Espero que entiendas, Roberto, que tu lugar ahora está aquí", sentenció Dolores, rompiendo el silencio con una voz que no admitía réplicas. "La ferretería es tu responsabilidad. Y el pasado, hijo, el pasado debe quedarse donde le corresponde."
Roberto apretó los puños bajo la mesa. Entendía el mensaje, alto y claro. El ostracismo sobre Asunción era también una advertencia para él.
Los días siguientes fueron un torbellino de trabajo en la ferretería. Roberto se volcó en el negocio, utilizando sus conocimientos de diseño para modernizar el escaparate y la disposición de los productos. Su mente analítica, forjada en la universidad, detectó rápidamente las fallas en la gestión que habían llevado a la crisis. Se sentía útil, pero el vacío personal persistía. Las llamadas con Marta se hicieron más esporádicas. La distancia y la nueva realidad lo empujaban inexorablemente hacia un futuro incierto en el pueblo, lejos de la vida que había soñado.
Mientras tanto, la situación de Asunción era desesperada. Doña Carmen empeoraba cada día, y el dinero de la venta de la parcela se agotaba a un ritmo alarmante. Asunción pasaba las noches en vela, cuidando a su madre, su corazón pesado por la impotencia. Los vecinos, antes distantes, ahora la miraban con una mezcla de lástima y morbosa curiosidad por la miseria que la rodeaba. Sus hermanos, Carlos y José, aparecían ocasionalmente para ofrecer "consejos" vacíos, más interesados en evitar responsabilidades que en ayudarla.
Un atardecer, mientras Roberto cerraba la ferretería, su primo Antonio lo llamó por teléfono desde Sevilla. La voz de Antonio sonaba preocupada.
"Primo, ¿estás bien? Me ha llamado Marta. Dice que no le coges las llamadas, que estás muy raro."
Roberto sintió una punzada de culpa. Había estado tan absorbido por la ferretería y la tensión familiar que había desatendido a Marta. "Estoy bien, Antonio. Es el trabajo. Y ya sabes cómo son las cosas aquí. Muy diferentes a Sevilla."
"Sí, lo sé", dijo Antonio. "Pero Marta está preocupada. Y yo también, Roberto. ¿Hay algo más?"
Roberto dudó. No podía confesarle a Antonio el reencuentro con Asunción, la chispa que había revivido. "No te preocupes, Antonio. Es solo el cambio. Y la presión. Todo se arreglará."
Pero la conversación con Antonio le recordó a Roberto la vida que había dejado atrás, el futuro que había empezado a construir con Marta. El amor inmaduro por Asunción, un fantasma de su pasado, se enfrentaba ahora a un presente tangible y a un futuro posible con Marta.
Al día siguiente, mientras Asunción regresaba de la consulta del médico con su madre, vio un coche desconocido aparcado frente a la ferretería. Era un coche moderno, con matrícula de Sevilla. Delante de la tienda, una joven elegante, de unos veinte años, con el cabello rubio y una sonrisa brillante, hablaba animadamente con Roberto. Era Marta. Había decidido viajar a Puebla de los Infantes, preocupada por su silencio.
Asunción sintió un frío en el estómago. El mundo de Roberto, el de Sevilla, había llegado a su puerta. La presencia de Marta, tan diferente a ella, tan llena de vida y de un futuro prometedor, le mostró con dolor la cruda realidad. Ya no era solo el recuerdo de un amor prohibido; ahora había una mujer real, en el presente de Roberto. El amor inmaduro, que había sobrevivido a la distancia, se enfrentaba ahora a su prueba más dura: la confrontación directa con la realidad de un futuro que Roberto había comenzado a construir sin ella. Los vigilantes de Puebla de los Infantes, Dolores a la cabeza, tendrían ahora un nuevo motivo para agudizar sus miradas.
El Desafío del Presente.
La llegada inesperada de Marta a Puebla de los Infantes fue una sacudida para todos. Para Roberto, fue la materialización de su vida en Sevilla, un recordatorio vívido de la elección que había hecho. Para Dolores, la madre de Roberto, la presencia de Marta fue un alivio inmenso, la prueba de que su hijo había "sentado la cabeza" y había encontrado una mujer adecuada para su futuro. La recibió con una efusividad que a Roberto le resultó casi excesiva, presentándola a todo el pueblo como la "novia de Roberto, la estudiante de diseño de Sevilla".
Marta, ajena a los dramas ocultos del pueblo, se comportó con la gracia y la confianza propias de su edad y su entorno. Admiraba la ferretería, hablaba con entusiasmo de los proyectos de Roberto y se interesaba por la vida en el pueblo, aunque notaba una tensión subyacente que no terminaba de comprender.
Mientras tanto, para Asunción, ver a Marta al lado de Roberto fue como recibir un golpe en el estómago. La elegante figura de la joven, su risa ligera, la forma en que Roberto la miraba con una familiaridad que ella nunca había conocido en público, le confirmaron sus peores temores. El amor inmaduro que había alimentado en secreto durante años, ahora se sentía como una fantasía cruel. El dolor de la pérdida, que creía haber superado, regresó con una intensidad abrumadora.
Un día, Asunción se encontraba comprando en la tienda de abarrotes cuando Marta y Roberto entraron. El aire se hizo espeso. Roberto, al ver a Asunción, sintió un nudo en el pecho. Las miradas de las tres se cruzaron: la de Asunción, cargada de una tristeza oculta; la de Marta, curiosa y amable; y la de Roberto, una mezcla de culpa y resignación.
"Asunción, ella es Marta, mi... una amiga de Sevilla", dijo Roberto, la voz un poco tensa. Intentó mantener la compostura, pero el momento era incómodo.
Marta extendió una mano con una sonrisa sincera. "Encantada, Asunción. Roberto me ha hablado de su pueblo."
Asunción, a pesar del dolor, respondió con cortesía. "El gusto es mío, Marta. Bienvenida a Puebla." Sus palabras eran suaves, pero sus ojos no podían ocultar la herida.
El encuentro fue breve, pero dejó a Asunción con el alma desgarrada. La realidad de la relación de Roberto con Marta se le presentó de golpe, desbaratando cualquier ilusión que pudiera haber albergado.
La situación en la ferretería comenzó a mejorar bajo la dirección de Roberto. Su visión y sus conocimientos aportaron ideas frescas. Sin embargo, su padre, Juan Carlos, aunque aliviado, seguía mostrando una resistencia a ceder el control total. Y Emilio, siempre en las sombras, buscaba cualquier oportunidad para socavar la autoridad de su hermano. La presencia de Marta en el pueblo, que inicialmente fue una ventaja para Roberto, también se convirtió en un nuevo foco de atención, y las miradas curiosas del pueblo ahora también se posaban en ella, comparándola, juzgándola.
Por la noche, Roberto y Marta se sentaron en el pequeño patio de la casa de los Vargas. Marta notó la melancolía en el rostro de Roberto.
"Roberto, ¿estás seguro de que esto es lo que quieres?", preguntó Marta, su voz llena de preocupación. "Pareces tan... lejano a veces. Aquí. Como si una parte de ti no estuviera."
Roberto suspiró, el peso de su vida en Puebla de los Infantes abrumándolo. "Es complicado, Marta. Es mi familia. El negocio. No puedo dejarlos ahora."
No habló de Asunción. No podía. Sentía un profundo afecto por Marta, un cariño sincero, pero el fantasma de su amor inmaduro seguía persiguiéndolo, una sombra silenciosa que se negaba a desaparecer. Marta, aunque no entendía del todo la profundidad de su tristeza, sintió que había algo más, un secreto que Roberto no compartía con ella. Y en las calles de Puebla de los Infantes, los ojos de Dolores y los susurros de los vecinos seguían vigilando cada movimiento, esperando la próxima chispa que encendiera el fuego de nuevo.
La Tormenta se Acerca.
La presencia de Marta en Puebla de los Infantes, que se extendió por unos días, fue como un prisma que refractaba la luz sobre la intrincada red de relaciones y secretos del pueblo. Para Dolores, Marta era la encarnación del futuro deseado para su hijo: una joven educada, moderna y ajena al oscuro pasado que se empeñaba en resurgir. Dolores se desvivía por agradar a Marta, cocinándole sus platos favoritos y presumiendo de ella ante los vecinos. El alivio en su rostro era palpable, convencida de que Marta era el antídoto definitivo contra Asunción.
Sin embargo, para Emilio, el hermano de Roberto, la llegada de Marta no trajo más que resentimiento. Veía en ella una confirmación del éxito de Roberto, algo que, en su mente, lo relegaba aún más. Los celos de Emilio se agudizaron, alimentando un deseo de ver a su hermano fracasar, de que su vida perfecta se resquebrajara. Observaba con atención cada gesto, cada conversación, esperando encontrar una debilidad, una falla en la armadura de Roberto.
Mientras tanto, la mirada de Asunción se había endurecido. Había aceptado la realidad de Marta, pero la visión de ambos juntos, sonrientes, paseando por las calles del pueblo, le recordaba constantemente lo que ella no podía tener. El ostracismo sobre ella parecía acentuarse aún más con la clara aprobación social que recibía Marta por parte de la familia de Roberto. Su dolor se mezclaba con una amarga resignación. Se encerró aún más en su casa, dedicándose por completo al cuidado de su madre, Doña Carmen, cuya salud seguía siendo frágil.
Una tarde, mientras Roberto y Marta daban un paseo por el centro del pueblo, se cruzaron con Pablo, el amigo de Roberto que le había entregado la postal a Asunción. Pablo, al ver a Roberto con Marta, sintió una mezcla de incomodidad y lástima por Asunción. Saludó brevemente a Roberto, con una mirada que eludió a Marta, y se apresuró a marcharse. La tensión en el ambiente era innegable.
Marta, que no era ajena a la sutileza de las relaciones humanas, notó el intercambio. "¿Quién era ese?", preguntó a Roberto, con un tono ligeramente inquisitivo. "Parecía... extraño."
Roberto se encogió de hombros, intentando sonar despreocupado. "Un conocido del pueblo. No es nadie importante."
Pero Marta no era tonta. La forma en que Roberto había eludido la mirada, la tensión en su voz, todo indicaba que había algo que no le contaba. Su intuición femenina, y el hecho de que Roberto hubiera sido tan distante en los últimos tiempos, la llevaron a atar cabos. ¿Qué secretos guardaba este pueblo? ¿Y qué relación tenía Roberto con ellos?
El día antes de que Marta regresara a Sevilla, Dolores organizó una cena familiar para despedirla. Había invitado a algunos parientes cercanos, y el ambiente era forzadamente festivo. Durante la cena, en un momento de distensión, Lucía, la hermana de Roberto, que había estado observando a su hermano con interés desde su regreso, preguntó casualmente:
"Roberto, ¿y qué tal Asunción? No la he visto mucho por el pueblo últimamente."
La pregunta cayó como una bomba en la mesa. El silencio se hizo repentino. Dolores clavó una mirada glacial en Lucía, pero el daño ya estaba hecho. Marta, que hasta ese momento había estado conversando animadamente, detuvo su tenedor a medio camino y miró a Roberto, con una pregunta clara en sus ojos.
Roberto sintió el peso de todas las miradas. El pasado, que había intentado mantener oculto, se asomaba de nuevo. El amor inmaduro no solo era un recuerdo, sino una herida abierta en la memoria del pueblo, una que la presencia de Marta había expuesto aún más. La tormenta, que había estado gestándose en la distancia, ahora se cernía sobre ellos, amenazando con desvelar todos los secretos y desatar nuevas consecuencias.