Amor inmaduro

Capitulo 9.

El portazo de la ferretería resonó en la mente de Roberto mucho después de que Marta se fuera. El silencio que le siguió fue ensordecedor, llenando el espacio con el peso de las palabras hirientes y las verdades incómodas. Se quedó inmóvil, observando la puerta vacía, como si la figura de Marta aún estuviera allí, exigiéndole una respuesta que él no tenía. La humillación pública, las miradas de los pocos clientes que aún quedaban, todo se grabó a fuego en su memoria. La inmadurez de no haber cortado de raíz con el pasado lo había llevado a esta humillante encrucijada pública.
Dolores, al ver la derrota en el rostro de su hijo, se acercó, pero su consuelo estaba teñido de un reproche velado. "Ya ves, Roberto, te lo dije. Esa chica no era para ti. Demasiado moderna, demasiado carácter. Una mujer de bien se queda en su sitio, no arma un escándalo así." Sus palabras, lejos de ayudar, solo sirvieron para reforzar las cadenas invisibles que Roberto sentía. La mentalidad cerrada de su madre y del pueblo chocaba con la vida que él había intentado construir.
Roberto no respondió. La rabia, la culpa y la tristeza se mezclaban en un nudo en su estómago. Se había equivocado. Había sido un cobarde. La inmadurez de no haber resuelto su pasado con Asunción, la ingenuidad de creer que podía mantener dos vidas separadas, le había estallado en la cara.
La Desolación de Asunción.
Asunción, por su parte, huyó de la ferretería con el alma desgarrada. Las palabras de Marta, crudas y dolorosas, se clavaron en su corazón. "Siempre tu madre... traer problemas a su vida..." Eran acusaciones que, en el fondo, Asunción sentía como verdades, un reflejo de la sombra que siempre había creído proyectar sobre Roberto.
Corrió por las calles de Puebla, ignorando las miradas y los cuchicheos, hasta llegar a la modesta casa donde Doña Carmen la esperaba. La imagen de su madre, frágil y ajena al drama, solo acentuó su desesperación. El incidente en la ferretería había sido una muestra más de su impotencia, de lo sola que estaba para enfrentar la vida. El dinero se acababa, la salud de su madre empeoraba, y ahora, el único atisbo de conexión con Roberto se había roto de la forma más dolorosa. El "amor inmaduro" la había condenado a la miseria y al aislamiento.
Esa noche, Asunción se sentó al lado de la cama de su madre, llorando en silencio. No eran solo lágrimas de pena por la situación, sino de rabia por la injusticia, por el destino que parecía perseguirla, y por el amor que, a pesar de los años, seguía siendo una herida abierta.
El Primer Paso de la Ruptura.
Marta no perdió el tiempo. Con el corazón roto pero la dignidad intacta, regresó a la casa de los Vargas para recoger sus pocas pertenencias. La conversación con Dolores fue breve y fría. La madre de Roberto intentó justificar la situación, culpando a Asunción y al destino, pero Marta ya no estaba dispuesta a escuchar.
"No es culpa de Asunción, señora Dolores," le dijo Marta con una voz firme que sorprendió a la propia Dolores. "Es de su hijo, y de su incapacidad para ser un hombre de verdad. Ustedes no me conocen, no saben cómo es su hijo en Sevilla. Allí es un hombre libre, ambicioso, y honesto. Aquí... aquí es una sombra de lo que podría ser, atrapado por un amor inmaduro y por el pasado."
Sin esperar respuesta, Marta llamó a un taxi. Roberto, que había estado encerrado en su habitación, salió al escuchar el coche. La vio bajar la maleta, su rostro marcado por la tristeza pero también por la resolución.
"Marta, espera...", dijo, sintiendo un último intento de detenerla, aunque sabía que era inútil.
Marta se giró, sus ojos azules fijos en él, ya sin lágrimas, solo con una profunda decepción. "Cuídate, Roberto. Espero que algún día encuentres la claridad que necesitas." Se subió al taxi sin mirar atrás, y el coche se alejó por la calle, llevándose consigo la última chispa de la vida que Roberto había soñado fuera de Puebla.
La partida de Marta fue un golpe demoledor. Roberto se quedó en la puerta, viendo cómo su futuro se desvanecía. La calle, antes ruidosa, ahora parecía más vacía que nunca. El eco de las palabras de Marta resonaba en su cabeza: "tu inmadurez, tu cobardía". Era la cruel verdad.
La Batalla Interna de Roberto.
Los días que siguieron a la partida de Marta fueron un infierno para Roberto. La tensión en la casa Vargas era asfixiante. Dolores se desahogaba culpando a Asunción por todo, mientras Juan Carlos se mantenía en su habitual silencio cómplice. Emilio, con su sonrisa sardónica, disfrutaba de la caída de su hermano.
Roberto se encerró en sí mismo. Trabajaba en la ferretería de forma mecánica, su mente lejos de los tornillos y las herramientas. Las horas se arrastraban, llenas de arrepentimiento y confusión. Se sentía atrapado, un náufrago en su propio hogar.
Una tarde, mientras revisaba unos pedidos, su mirada se detuvo en una vieja postal que había conservado sin saber por qué, de sus días en Sevilla. Una foto del Parque de María Luisa, un lugar donde había compartido risas con Marta, donde se había sentido libre. La contrastó con la realidad opresiva de la ferretería, del ambiente en su casa. Se dio cuenta de que no solo había perdido a Marta, sino que se había perdido a sí mismo.
Comenzó a cuestionarse todo: su regreso a Puebla, la ferretería, las expectativas de sus padres, y lo más importante, la persistencia de ese "amor inmaduro" por Asunción. ¿Era realmente amor, o una mezcla de nostalgia, culpa y el peso de un pasado no resuelto? ¿Había utilizado a Marta para escapar de su realidad, y a Asunción como una excusa para permanecer atado?
La batalla no era solo externa; era una guerra dentro de sí mismo. La inmadurez, la cobardía, la falta de honestidad que Marta le había reprochado, ahora le pesaban como una losa. Sabía que tenía que tomar una decisión, una que no fuera por obligación, ni por culpa, ni por la presión de nadie. Una decisión nacida de la madurez que, dolorosamente, estaba empezando a encontrar. La tormenta había estallado, y Roberto estaba en el ojo del huracán, obligado a enfrentarse a sí mismo por primera vez.
Un Vistazo al Abismo.
En medio de su tormento, una noche, Roberto se escabulló de casa. Necesitaba aire, distancia de las paredes que lo asfixiaban. Caminó sin rumbo por las calles silenciosas del pueblo, las mismas calles que lo habían visto crecer y cometer sus primeros errores. La luna llena iluminaba el camino, pero no su confusión interna.
Sus pasos lo llevaron, casi de forma inconsciente, hacia las afueras, cerca de lo que quedaba del viejo molino, el lugar de sus encuentros furtivos con Asunción. El molino, ahora en ruinas, era un testigo mudo de un amor que había florecido sin las raíces adecuadas, un amor inmaduro que, lejos de ser un dulce recuerdo, se había convertido en una condena.
Se sentó en una piedra fría, mirando la silueta oscura del molino contra el cielo. Recordó las promesas susurradas, los besos robados, la creencia ingenua de que su amor podría con todo. Pero no había podido. Ni él, ni Asunción, habían tenido la madurez para enfrentar la realidad, la fuerza para luchar o la sabiduría para soltar. Y ahora, décadas después, esa falta de madurez seguía cobrando su precio.
Se dio cuenta de que no podía seguir así. Atrapado entre el pasado y un futuro que se desmoronaba, entre las expectativas familiares y sus propios deseos no expresados. La inmadurez lo había llevado a herir a Marta, a sí mismo, y a mantener a Asunción en una dolorosa órbita.
El aire de la noche era fresco, pero por primera vez en mucho tiempo, Roberto sintió una pequeña ráfaga de claridad. El problema no era Asunción, ni Marta, ni siquiera su madre. El problema era él. Su incapacidad para tomar las riendas de su propia vida, para definirse más allá de lo que los demás esperaban. El "amor inmaduro" no era solo una historia con Asunción; era un patrón de comportamiento que se repetía en todas sus relaciones, en todas sus decisiones. Era hora de cambiar eso, de madurar, de encontrar su propia voz, aunque el camino fuera solitario y doloroso. La noche en el molino marcó el inicio de una introspección profunda.
Un Camino Incipiente.
A la mañana siguiente, Roberto regresó a la ferretería, pero esta vez con una determinación diferente. La maquinaria del negocio seguía funcionando, pero su mente ya no operaba en piloto automático. Sus movimientos eran más pausados, sus decisiones más meditadas. Comenzó a hablar más con Juan Carlos, no con el objetivo de discutir, sino de entender. Escuchó sus razones, sus miedos, las viejas costumbres que habían anclado el negocio en el pasado. No estaba de acuerdo con todo, pero por primera vez, intentó ver más allá del conflicto, buscando una base de entendimiento.
Se centró en la modernización de la ferretería con una nueva energía, no por obligación, sino por un deseo genuino de hacer las cosas bien. Implementó cambios pequeños pero significativos, reorganizando el inventario, mejorando la atención al cliente, y empezando a considerar nuevas estrategias de marketing. Observó las reacciones de sus padres: Dolores, aún con recelo, pero con un atisbo de orgullo; Juan Carlos, asintiendo lentamente, quizás viendo en Roberto un reflejo de la ambición que él mismo había perdido.
Emilio, por supuesto, seguía siendo una espina. Sus comentarios sarcásticos y sus intentos de sabotaje sutil continuaron, pero Roberto, por primera vez, no les dio poder. Entendió que la envidia de su hermano era un problema de Emilio, no suyo. Comenzó a poner límites, a defender sus decisiones con calma pero con firmeza. Era un cambio pequeño, casi imperceptible para los demás, pero para Roberto, era un paso gigante hacia la afirmación de su propia autonomía.
Mientras tanto, en la casa de Asunción, la situación de Doña Carmen seguía siendo crítica. Los rumores sobre el escándalo de la ferretería y la partida de Marta habían llegado a sus oídos, sumiéndola aún más en la desesperación. Se sentía completamente aislada y sin recursos. Los hermanos de Asunción se negaban a ayudar de forma sustancial, perpetuando su miseria.
Unos días después del incidente en la ferretería, Roberto, impulsado por una mezcla de responsabilidad, culpa y un atisbo de la nueva claridad que lo embargaba, tomó una decisión. No era una decisión fácil, ni exenta de riesgos, pero sintió que era la única forma de comenzar a deshacer el nudo de su vida. Necesitaba hablar con Asunción, no desde la perspectiva del "amor inmaduro" del pasado, sino como un hombre que comenzaba a madurar y a entender las consecuencias de sus acciones. No sabía si sería capaz de ofrecerle una solución, pero sentía la necesidad de intentar reparar, en la medida de lo posible, el daño causado, y de encontrar un cierre, aunque fuera doloroso, a esa parte de su vida.
La Conversación Necesaria.
Con el corazón latiéndole fuerte, Roberto se dirigió a la humilde casa de Asunción. La fachada, antes tan familiar, ahora le parecía un reflejo de la tristeza que se cernía sobre ella. Llamó a la puerta con una mezcla de aprensión y determinación.
Asunción abrió, sus ojos hinchados y su rostro demacrado por el insomnio y la preocupación. Al ver a Roberto, un destello de sorpresa y un miedo palpable cruzaron su mirada. No esperaba verlo, y menos después del bochornoso incidente.
"Roberto... ¿qué haces aquí?", su voz era apenas un susurro.
"Necesitamos hablar, Asunción," dijo él, su voz tranquila pero firme. "Por favor."
Ella dudó un momento, pero la seriedad en su rostro, algo diferente a la impulsividad de antes, la convenció. Lo dejó pasar. El interior de la casa era modesto, el aire denso con el olor a enfermedad y la melancolía.
Se sentaron en la pequeña sala. Roberto tomó una profunda respiración. "Sé que lo del otro día fue terrible. Lo siento, Asunción. Por todo. Por el pasado, por cómo te he tratado... por no haber sido más claro, más honesto contigo y con Marta."
Asunción lo miró con los ojos muy abiertos. Esa honestidad, ese reconocimiento de su propia falla, era algo que nunca había escuchado de él. "No tienes que disculparte, Roberto. Sé cómo es tu madre... y ese pueblo."
"Sí, pero yo tengo mi parte de responsabilidad," la interrumpió, decidido a no evadir la verdad. "Fui inmaduro, Asunción. Me dejé llevar por el miedo, por las expectativas de los demás. Nuestro 'amor' de entonces, aunque sincero en su momento, también fue inmaduro. No supimos protegerlo, ni afrontar las consecuencias."
La palabra "inmaduro" resonó en la pequeña habitación, una verdad cruda que ambos habían evitado reconocer. Asunción bajó la mirada, las lágrimas asomando de nuevo. "Sí... lo fue. Yo también fui ingenua."
"Y ahora," continuó Roberto, su voz suavizándose, "sé que no puedo cambiar el pasado. Pero no puedo seguir viviendo así, y no quiero que tú sigas sufriendo por lo que pasó entre nosotros o por mi cobardía."
Roberto le explicó lo que había visto en la ferretería, cómo había percibido la situación de Asunción, y el punto de quiebre con Marta. Le habló de la batalla interna que estaba librando. No le prometió soluciones mágicas, pero le ofreció algo que no había podido darle antes: su atención plena, su escucha, y la voluntad de buscar un camino, no como amantes clandestinos, sino como dos adultos que debían cerrar un capítulo.
"Sé que la situación de tu madre es delicada, y que el dinero es un problema," dijo Roberto, mirándola a los ojos. "No puedo prometerte nada ahora, pero quiero ayudarte a encontrar una solución. Como amigos. Como personas que se preocupan el uno por el otro. Necesitamos poner fin a esta situación de una vez por todas, pero de una manera que sea justa para ti."
Asunción lo miró, una chispa de esperanza mezclada con la incredulidad. ¿Era este el Roberto que conoció? ¿O el hombre maduro que, finalmente, estaba emergiendo de las cenizas de un amor inmaduro y un pasado de evasiones? La conversación era dolorosa, pero también era el primer paso hacia una posible redención, para ambos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.