Amor inmaduro

Capitulo 10.

El sol de la mañana se filtraba por la pequeña ventana de la humilde casa de Asunción, pero no lograba disipar la sombra de angustia que la envolvía. La propuesta de Roberto resonaba en su cabeza, una melodía a la vez esperanzadora y aterradora. Sevilla. La ciudad que representaba la huida de Roberto, el mundo al que ella nunca había podido acceder. Sacar a su madre de Puebla de los Infantes, el único hogar que Doña Carmen había conocido, parecía un acto de traición, un desarraigo cruel.
Asunción observó a su madre, postrada en la cama, su respiración cada vez más débil. La tos seca la sobresaltaba, y el brillo en sus ojos se apagaba día a día. El amor filial, profundo y desgarrador, pesaba más que cualquier temor. "Tengo que hacerlo", se dijo, la voz apenas un susurro. La inmadurez de su juventud les había atado a la miseria y el abandono, pero la madurez, dolorosa y tardía, le exigía una acción drástica.
Cuando Roberto volvió al día siguiente, Asunción ya había tomado su decisión. Sus ojos, aunque aún cansados, reflejaban una nueva fortaleza. "Sí, Roberto", dijo, su voz firme. "Lo haremos. Iremos a Sevilla. Mi madre necesita esa ayuda."
Roberto sintió un nudo en la garganta. No era solo la satisfacción de haber encontrado una posible solución, sino la admiración por la valentía de Asunción. Esa mujer, a la que el pueblo había condenado y él había abandonado, estaba demostrando una resiliencia inquebrantable.
"De acuerdo", respondió Roberto, asintiendo. "Haré las gestiones con la fundación. Necesitarán documentos, un historial médico. Tendremos que organizar el transporte. Será complicado, pero lo lograremos."
La Tormenta en Casa de los Vargas.
La noticia de la inminente partida de Asunción y Doña Carmen hacia Sevilla, gestionada por Roberto, no tardó en extenderse por Puebla de los Infantes como la pólvora. Y, como era de esperar, la reacción de Dolores fue virulenta.
"¡Estás loco, Roberto!", gritó Dolores, irrumpiendo en la ferretería, ajena a los clientes que escuchaban con disimulo. "¡Desterrar a esa mujer a Sevilla! ¡Y por tu culpa! ¿Qué dirá la gente? ¡Dirán que la has abandonado aquí y que ahora la mandas lejos para quitarte un problema de encima!"
"Madre, no la estoy desterrando, la estoy ayudando", replicó Roberto, manteniendo la calma que le había costado tanto construir. "Su madre necesita cuidados que aquí no puede recibir. La fundación de Sevilla es su única oportunidad."
"¡Oportunidad! ¡Oportunidad para que te siga atando! ¡Para que no puedas rehacer tu vida! ¡Marta ya se fue por su culpa!", exclamó Dolores, golpeando el mostrador con la mano. Su frustración y su profundo arraigo a las normas sociales del pueblo la cegaban.
Emilio, que había estado escuchando con su habitual sonrisa maliciosa, intervino. "Madre tiene razón, Roberto. No sé qué demonios te pasa. Primero abandonas la ferretería por años, luego vienes con aires de grandeza de Sevilla, nos arruinas con tus ideas de modernizar, espantas a tu prometida y ahora, ¿te conviertes en el salvador de la "pobre" Asunción? ¡Qué farsa!"
"¡Basta, Emilio!", espetó Roberto, su paciencia llegando al límite. "Deja de meterte en lo que no te importa. Estoy haciendo lo que creo que es correcto."
Juan Carlos, que hasta entonces se había mantenido al margen, observaba la escena. En sus ojos había una mezcla de preocupación por el escándalo y, quizás, un tenue atisbo de admiración por la inesperada firmeza de su hijo. Algo había cambiado en Roberto.
Los Últimos Días en Puebla.
Los días previos a la partida fueron un torbellino de emociones y preparativos. Roberto se convirtió en el principal apoyo de Asunción. Juntos organizaron los papeles, prepararon las pocas pertenencias de Doña Carmen y coordinaron el viaje en ambulancia. La gente del pueblo los veía juntos, y los murmullos se intensificaron. Algunos compadecían a Asunción, otros criticaban a Roberto por "meterse en líos" y algunos, los más cotillas, se frotaban las manos con el nuevo drama.
Dolores no cesó en sus reproches, intentando que Roberto cambiara de opinión hasta el último momento. Las comidas eran silencios tensos, interrumpidos por los sermones de su madre sobre la honra familiar y el buen nombre. Roberto, sin embargo, se mantuvo inquebrantable. Había cruzado un umbral. El miedo al "qué dirán" ya no lo paralizaba.
La noche antes del viaje, Roberto fue a casa de Asunción para revisar los últimos detalles. En la penumbra de la habitación, Doña Carmen estaba más débil que nunca, pero al ver a Roberto, sus ojos se abrieron y una leve sonrisa se dibujó en sus labios. A pesar de todo el dolor que él y su familia habían causado, el viejo afecto aún perduraba.
Asunción lo acompañó a la puerta. "Gracias, Roberto", dijo, su voz cargada de una emoción que apenas podía contener. "No sé cómo agradecerte esto. No sé qué habría hecho sin ti."
Roberto la miró, sus ojos encontrándose en la oscuridad de la noche. "No tienes que agradecerme nada, Asunción. Estoy haciendo lo que debí hacer hace mucho tiempo. Es... es parte de cerrar un círculo. De madurar." Su mano se posó brevemente sobre el hombro de ella, un gesto de apoyo, no de romance. "Mañana será un día largo. Descansa."
La Partida y un Nuevo Amanecer.
La mañana de la partida amaneció gris, como si el cielo de Puebla también sintiera la melancolía del momento. Una ambulancia, gestionada por Roberto, esperaba frente a la casa de Asunción. Los vecinos, con discreción o curiosidad, observaban desde sus ventanas.
Roberto estuvo allí, supervisando el traslado de Doña Carmen con sumo cuidado. Cuando la camilla pasó por el umbral de la puerta, Asunción se aferró al marco, una lágrima silenciosa rodando por su mejilla. Era el fin de una era, el adiós a la casa de toda su vida, el cierre de un capítulo doloroso.
"¿Lista?", preguntó Roberto, ofreciéndole su brazo para ayudarla a subir a la ambulancia.
Asunción asintió, su mirada perdida por un momento en las calles del pueblo. "Lista", respondió, con voz firme. Subió a la ambulancia, y Roberto cerró la puerta. Por un instante, sus ojos se cruzaron de nuevo. Ya no eran los jóvenes asustados del molino, ni los amantes prohibidos. Eran dos adultos, marcados por el pasado, pero enfrentando un futuro incierto con una nueva resolución.
La ambulancia arrancó, lentamente, dejando atrás las calles estrechas y los prejuicios de Puebla de los Infantes. Roberto la observó alejarse, sintiendo un vacío en el pecho, pero también una extraña sensación de liberación. Había tomado una decisión difícil, había enfrentado a su familia y había actuado con una madurez que nunca antes había poseído.
De vuelta en la ferretería, el ambiente era aún más tenso. Dolores lo esperaba con los brazos cruzados, una estatua de reproche. "Ya se fueron, ¿contento? ¿Ya has terminado tu obra de caridad?"
Roberto la miró, y por primera vez, no sintió culpa, sino una serenidad aplastante. "Sí, madre. Estoy contento. He hecho lo correcto." Se giró hacia su padre, que observaba la escena. "Padre, necesito hablar contigo. Sobre el futuro de la ferretería. Y sobre el mío."
Era el inicio de un nuevo capítulo para Roberto, uno donde el "amor inmaduro" del pasado ya no dictaba sus acciones. Ahora era el momento de construir algo sólido, para sí mismo y, quizás, para un futuro que aún no podía prever. La partida de Asunción no era un final, sino el comienzo de una nueva fase en la vida de ambos, una fase marcada por la madurez y la búsqueda de un destino propio.
El Reencuentro con el Silencio.
Después de la partida de Asunción, la ferretería se convirtió en el escenario de una tregua incómoda. Juan Carlos, sorprendido por la nueva firmeza de Roberto, se mostró más receptivo. La conversación sobre el futuro del negocio se extendió durante horas en el despacho. Roberto presentó sus planes con una claridad y una confianza que su padre no había visto en años. Habló de nuevas líneas de productos, de la importancia de la venta online y de la necesidad de modernizar la gestión. Juan Carlos, aunque apegado a sus viejas costumbres, no pudo ignorar la pasión y el conocimiento que su hijo mostraba. Asintió, pensativo, viendo en el renacer de Roberto una última oportunidad para el negocio familiar.
Dolores, por su parte, mantuvo su distancia. Sus reproches abiertos cesaron, pero fueron reemplazados por un silencio gélido y miradas cargadas de desaprobación. Para ella, Roberto había elegido el escándalo y la "deshonra" en lugar de la respetabilidad. La paz familiar, tal como ella la entendía, se había roto. Emilio, al ver que sus provocaciones ya no afectaban a Roberto, se retiró a la sombra, tramando en silencio, incapaz de entender esta nueva faceta de su hermano.
Roberto, aunque sentía la tensión, encontró consuelo en su trabajo y en la dirección que su vida estaba tomando. Las pequeñas victorias en la ferretería, la sensación de estar construyendo algo propio, le daban una fortaleza renovada. Ya no era el joven indeciso, atrapado por las expectativas ajenas. Estaba forjando su propio camino, uno que, aunque solitario en ocasiones, le resultaba cada vez más auténtico.
Un Nuevo Contacto en Sevilla.
Una semana después de la partida, Roberto recibió una llamada de Asunción. Su voz sonaba cansada, pero con un atisbo de alivio. "Roberto... ya estamos instaladas. La fundación ha sido de gran ayuda. Han sido muy amables. Mi madre... está algo desorientada, pero está recibiendo la atención que necesitaba. De verdad, no sé cómo agradecerte."
La llamada le trajo a Roberto una profunda satisfacción. Había cumplido su palabra. No era un gesto de amor inmaduro, sino de responsabilidad y humanidad. Hablaron un rato, no de su pasado, sino de los detalles prácticos de la vida en Sevilla, de los retos de adaptarse a la gran ciudad. Se despidieron con una sensación de paz, de un capítulo que, aunque doloroso, finalmente se estaba cerrando de la manera correcta.
La conversación también reavivó algo en Roberto: su conexión con Sevilla. Esa ciudad representaba su vida anterior, su independencia, el lugar donde conoció a Marta. La mención de la fundación le hizo pensar en ella, en la mujer que había huido de su inmadurez. Se preguntó cómo estaría, si habría encontrado la "claridad" que le deseó. La idea de contactarla, de intentar una reconciliación, cruzó su mente. No era una urgencia, ni una necesidad desesperada, sino la madurez de alguien que ahora estaba dispuesto a enfrentar sus errores y buscar una verdadera redención. La distancia y la introspección habían abierto una puerta a la posibilidad de un futuro, aunque incierto, construido sobre cimientos más sólidos.
El Dilema del Reencuentro.
Roberto se encontró reflexionando cada vez más sobre Marta. Su partida había sido un catalizador para su propia transformación. Las duras palabras que ella le había dicho en la ferretería resonaban ahora no como un reproche, sino como una verdad necesaria. Marta había sido valiente, le había exigido lo que él no estaba dispuesto a darle: honestidad y madurez.
A pesar de la satisfacción que sentía por haber ayudado a Asunción, una parte de él anhelaba una oportunidad con Marta. No para volver a la relación que tenían, construida sobre medias verdades, sino para presentarse como el hombre en el que se estaba convirtiendo. El hombre que, por fin, estaba lidiando con su pasado y asumiendo su presente.
Se debatía si debía llamarla. ¿Sería demasiado pronto? ¿La volvería a herir? La última vez, ella le había dicho: "Cuando decidas qué quieres de tu vida, y quién eres realmente, quizás podamos hablar." Y Roberto sentía que, por primera vez, estaba empezando a entender esas respuestas.
Consultó la agenda de su móvil, dudando. El número de Marta seguía ahí, inalterable. Sevilla no era tan lejana como Puebla de los Infantes parecía ahora. Podía tomar un tren, presentarse, intentar explicar. Pero la idea de una posible nueva humillación, o de revivir el dolor en Marta, lo frenaba.
Finalmente, una tarde, mientras cerraba la ferretería, tomó una decisión. No era momento de impulsos, de llamadas en caliente. Si realmente quería demostrarle a Marta su cambio, debía hacerlo con acciones, no solo con palabras. Decidió que, por ahora, se enfocaría en consolidar los cambios en su vida, en la ferretería, en su relación con su familia. Solo cuando se sintiera completamente seguro de su propio camino, de su propia madurez, consideraría acercarse de nuevo a Marta. Porque el verdadero amor, el que no es inmaduro, se construye sobre cimientos firmes y una honestidad inquebrantable. Y ese era el camino que Roberto, finalmente, había decidido recorrer.
La Consolidación de una Nueva Ruta.
Roberto se sumergió con una dedicación férrea en la modernización de la ferretería. Había llegado a un acuerdo con su padre, un pacto tácito de respetar su autonomía en la gestión del negocio. Implementó un nuevo sistema de inventario digital, algo que antes parecía ciencia ficción para Juan Carlos. Remodeló la distribución de la tienda, haciéndola más atractiva y funcional. Incluso se aventuró en la creación de una pequeña plataforma online para pedidos, un proyecto ambicioso para un negocio tradicional de pueblo.
Los clientes, al principio escépticos, empezaron a notar los cambios. La eficiencia, la variedad de productos, y la amabilidad de Roberto y de los pocos empleados de confianza, se tradujeron en un aumento gradual de las ventas. La ferretería, antaño un ancla de viejas costumbres, empezaba a respirar un aire fresco.
La relación con su madre, Dolores, seguía siendo una cuerda floja. Ella mantenía su distancia emocional, observando cada movimiento de Roberto con una mezcla de recelo y, a veces, una pequeña chispa de orgullo disimulado. Juan Carlos, por su parte, se permitía ahora alguna que otra conversación sobre el negocio, un signo de que empezaba a ceder el control y a confiar en el criterio de su hijo. Emilio, relegado a su papel de observador resentido, no encontró más grietas en la armadura de Roberto. Este último había aprendido a ignorar sus punzadas, centrado en sus propios objetivos.
Meses después de la partida de Asunción, la vida de Roberto en Puebla de los Infantes había adquirido una estabilidad inusual. Se sentía enraizado, pero no atrapado. Había encontrado un propósito, una forma de conciliar su herencia familiar con sus propias ambiciones. Sus llamadas ocasionales con Asunción confirmaban que ella y su madre estaban adaptándose lentamente a la vida en Sevilla, y que Doña Carmen recibía los cuidados necesarios. Habían forjado una especie de amistad, un vínculo de respeto mutuo nacido de la superación de un pasado complicado.
Roberto solía ir al viejo molino, no con la nostalgia de un amor perdido, sino con la conciencia de un camino recorrido. Se sentaba, observando las ruinas, y sentía que una parte de él había quedado allí, transformada. El amor inmaduro que lo había definido por tanto tiempo había mutado en algo más profundo: el amor propio, la responsabilidad y la capacidad de construir un futuro sólido, por sí mismo. La quietud del molino era ahora un espejo de su propia paz interior, una paz que lo preparaba para lo que viniera, sea lo que fuere.




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