Amor inmaduro

Epílogo.

Cinco años habían pasado desde aquel encuentro en el café de Sevilla. Cinco años que transformaron la polvorienta Ferretería Vargas de Puebla de los Infantes en un referente regional, y a Roberto en un hombre que, por fin, se sentía pleno. La tienda online que había impulsado era ahora una potencia en el sector, compitiendo incluso con grandes superficies. La visión de futuro de Roberto había convencido incluso a los más escépticos. Juan Carlos, su padre, se paseaba por el local con una sonrisa discreta, orgulloso del imperio que su hijo había levantado sobre sus viejos cimientos. Dolores, aunque nunca abandonó del todo su aire de matrona sufrida, ahora le ofrecía a Roberto su plato favorito los domingos y un té caliente cuando lo veía cansado, gestos pequeños que hablaban volúmenes de una paz reconquistada. Emilio, por su parte, había encontrado su propio nicho de negocio en la compraventa de tierras de cultivo, un trabajo que lo mantuvo lo suficientemente ocupado como para dejar de ser una espina constante en la vida de Roberto.
El molino, aquel lugar de encuentros furtivos y decisiones truncadas, permanecía en pie, ahora como un silencioso testigo del pasado. Roberto lo visitaba de vez en cuando, no con la melancolía del amor inmaduro que allí nació, sino con la gratitud de quien ha aprendido valiosas lecciones. La figura de Asunción, lejos de ser un fantasma, era ahora un recuerdo de resiliencia y superación. Asunción había prosperado en Sevilla. Se había graduado como auxiliar de enfermería y trabajaba en la misma residencia donde Doña Carmen, que había disfrutado de sus últimos años con dignidad y paz, había fallecido dos años atrás. Asunción le había enviado una carta sentida a Roberto, agradeciéndole de nuevo la oportunidad que les había brindado. Su voz, en las escasas llamadas que aún mantenían, sonaba fuerte, segura y llena de planes para su propio futuro.
Y luego estaba Isabel. La ingeniera de iluminación, la mujer de las bombillas raras. Su primer encuentro en la ferretería había sido el inicio de algo diferente. Isabel no era el huracán pasional de Marta, ni la inocente y dependiente Asunción. Era una mujer tranquila, con una mente brillante y un espíritu aventurero. Su relación con Roberto se había construido sobre la madurez, la comunicación honesta y el respeto mutuo. Compartían intereses, se apoyaban en sus proyectos profesionales y reían con una complicidad que Roberto nunca antes había experimentado. Isabel entendía su pasado sin juzgarlo, y Roberto admiraba su independencia y su visión de la vida.
Un año antes, Isabel se había mudado a Puebla de los Infantes. Había encontrado oportunidades en la restauración de casas antiguas de la zona y la pequeña localidad, con sus raíces y su calma, le había acogido bien. Ahora vivían juntos en una casa luminosa, no lejos de la ferretería, un hogar que habían decorado a su gusto, sin sombras del pasado, lleno de risas y de planes. No había prisas, no había dramas. Había una serenidad profunda, la certeza de haber encontrado a la persona adecuada en el momento justo de sus vidas.
Una tarde de verano, sentados en el porche de su casa, viendo el atardecer teñir el cielo de Andalucía, Isabel le tomó la mano. "Qué curioso, ¿verdad?", le dijo, "cómo a veces los caminos más tortuosos nos llevan justo a donde debemos estar."
Roberto sonrió, apretando su mano. "Sí. El amor inmaduro me enseñó lo que no quería. Y la vida, con paciencia, me ha traído hasta el verdadero." Su mirada se perdió por un instante en el horizonte, en el pueblo que había sido su cárcel y ahora era su hogar, en la promesa de un futuro que, por primera vez, sentía que le pertenecía por completo. Había encontrado la paz, y con ella, el amor que estaba destinado a ser.




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