Amor Inmarcesible

Capítulo XX. No consumación

Por más que intentaba entrar en calor, ningún abrigo lograba ayudarle. Sus dientes no dejaban de castañear y los dedos de sus manos comenzaban a ponerse morados. Se acercó a la chimenea, lo que le brindó algo de alivio, pero el frío persistía. No entendía qué estaba sucediendo, si llevaba puesta la ropa más abrigada que había encontrado, incluso unos gruesos calcetines de lana para el frío. Se sentó en el suelo, lo más cerca posible del fuego, y se cubrió bien con una manta cálida, buscando refugio en el calor que apenas lograba alcanzarle.

—¡Alá! —tiritaba de frío. La cabeza comenzaba a dolerle intensamente y su respiración se volvía cada vez más lenta. De repente, la puerta se abrió y Rayan entró con una bandeja de té.

—Toma un poco de este té y... —se alarmó al instante al ver los labios de Mirah morados. —¡Mirah! —le tomó el rostro entre sus manos con preocupación.

—Tt-tengo m-mucho f-frío... —balbuceó ella, mirándolo con ojos agotados.

Sin perder un segundo, Rayan comenzó a desvestirse, quedándose solo en ropa interior. Luego, con delicadeza, le quitó la ropa a Mirah. Ella no protestó, no tenía energía para hacerlo. La acercó a su cuerpo, cubriéndolos a ambos con la manta. La abrazó con fuerza y frotó sus manos contra su piel, intentando calentarla, pero el cuerpo de Mirah no dejaba de temblar.

—¡Lo siento, preciosa! —dijo, besando su frente.

Poco a poco, el calor del cuerpo de Rayan fue calmando el frío de Mirah. Su aroma la hacía sentirse en casa. Rayan no dejaba de acariciarla. El color rosado de su piel volvía lentamente y, después de unos minutos, dejó de temblar. Rayan suspiró con tranquilidad. Su mano derecha subía y bajaba por la espalda de Mirah.

—¿Te sientes mejor? —preguntó con voz suave.

—Ujum —respondió Mirah, a punto de caer en un sueño profundo. Se sentía agotada, ya que en los últimos días no había podido dormir bien.

Rayan levantó la cabeza para verla. Ella tenía los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Su mente comenzó a imaginar tantas cosas, y su excitación ya no se podía ocultar. Intentó moverse, retirándose un poco, pero Mirah lo abrazó mientras dormía. El corazón de Rayan empezó a latir como una locomotora. Luchó por controlarse y optó por admirarla. Era demasiado hermosa como para no volverse loco de amor por ella. Permanecieron juntos por más de una hora y, cuando sintió que ella estaba a salvo, se levantó con ella en brazos y la acostó en la cama. La arropó con cuidado, le acarició el rostro, se cambió y salió de la habitación, dejándola descansar.

Entró en su habitación, adyacente a la de Mirah. Se sumergió en un baño de agua tibia, intentando apaciguar sus pensamientos, pero su mente no dejaba de evocar la sublime silueta de su esposa. La frustración empezó a brotar en su interior. No quería sucumbir al amor. No podía permitirse confiar en ninguna mujer; para él, todas eran iguales, forjadas del mismo molde. Con una rabia incomprensible, salió de la ducha y se enfundó en ropa limpia. Se dirigió hacia el cuarto de ella, inquieto, necesitando asegurarse de que estuviera bien. La angustia aún le recorría el pecho al recordar lo vulnerable que estuvo ante aquel episodio de hipotermia. Al parecer, Mirah era extraordinariamente sensible al frío.

—Señor, los investigadores han enviado el informe sobre la desaparición de la esposa de su cuñado —escuchó de pronto. Rayan se detuvo en seco, justo antes de tocar el pomo de la puerta de la habitación de su esposa. —¿Y?

—Todo indica que los culpables son el padre y el tío de la señora Nailea —informó su jefe de seguridad con voz grave.

—¿Indica? Entonces, no están seguros.

—No contamos con pruebas concluyentes, pero...

—¡Las suposiciones no me sirven de nada! ¡Descúbranlo de una vez! ¡Ya ha pasado una semana! —le gritó, el enojo desbordándose en cada palabra.

—Sí, señor —respondió el hombre, retirándose con prisa, casi tropezando con su propia urgencia.

Rayan exhaló un largo suspiro antes de entrar a la habitación. Mirah seguía sumida en un sueño inquieto. Al acercarse, notó que su frente estaba perlada de gotas de sudor, y balbuceaba palabras ininteligibles, atrapada en un delirio. De inmediato, posó la palma de su mano sobre su frente ardiente. La fiebre la consumía. Sacó su teléfono y, con dedos temblorosos, marcó a la doctora, pidiéndole que llegara lo más rápido posible.

—Mirah… —murmuró con la voz quebrada, la culpa carcomiéndole el alma.

Pasaron unos minutos que para Rayan se hicieron eternos antes de que la doctora llegara, acompañada de una enfermera asistente. Colocó su maletín sobre la mesa y comenzó a examinar a Mirah con calma y precisión.

—Señor Marrash, si prefiere, puede esperar afuera —sugirió con voz suave—. En cuanto termine de revisarla, lo haré pasar.

—Está bien —respondió él, con un tono que denotaba cierta incomodidad. Quería saber qué le harían, pero la doctora, siendo musulmana, respetaba estrictamente las normas, y aunque él fuera el esposo, no era apropiado que estuviera presente.

Una vez fuera, Rayan intentó distraerse con el trabajo, pero su mente no podía apartarse de Mirah. Cada minuto se le hacía una eternidad. Llevaba ya una hora sin noticias y la preocupación lo consumía. ¿Qué estaba pasando? Caminaba de un lado a otro en su despacho, como un león enjaulado, incapaz de calmar sus pensamientos. Dos golpes suaves en la puerta lo hicieron detenerse.




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