Ver a su hermano en ese estado desgarró el corazón de Mirah. Estaba más delgado, con la mirada perdida, vacía de esperanza. Ya no era él.
—Hermano… —musitó, su voz trémula rompiendo el pesado silencio. Tareq giró la cabeza al escuchar la voz de su querida hermana—. ¿Puedo pasar? —preguntó con respeto y cautela, temerosa de incomodarlo en su fragilidad.
Sin decir palabra, Tareq se levantó y caminó hacia ella, sus pasos arrastraban el peso de su desconsuelo. Cuando la alcanzó, se fundieron en un abrazo que intentaba recomponer sus angustiados corazones.
—Siento tanto no haber venido antes… yo no lo sabía —murmuró Mirah, con el dolor de la distancia. Tareq respondió besando su cabeza con ternura.
—Yo pedí que no les avisaran.
—Pero, Tareq…
—Acabas de casarte, no era justo que cargaras con esto.
—Pero…
—No quería llenarte de mi dolor —dijo él, mientras una lágrima, como traicionera, asomaba y rozaba su mejilla antes de que la apartara con torpeza.
Mirah lo observó con profunda preocupación.
—Hermano, ¿por qué hablas como si ya te hubieras rendido? —le preguntó, sintiendo cómo la incertidumbre apretaba su pecho.
—Porque Alá me ha abandonado, hermana...
—¡No digas eso! —lo reprendió con vehemencia, no podía soportar verlo renunciar.
—¡Dos semanas sin verla! ¡Sin saber si está bien, si come, si sigue con vida! —gritó entre lágrimas, ahogado en la desesperación.
Mirah lo sujetó con fuerza, tratando de anclarlo a la realidad.
—¡Ella está viva y te está esperando! Tienes que recomponerte, hermano. Nailea y tu hijo te necesitan más que nunca.
—¿Dónde está? ¿Dónde…? —dijo con la voz quebrada por el dolor, mientras caminaba hacia la ventana de su despacho, desde donde se divisaba una parte de Marruecos—. ¡No hay rastro de ella! —expresó, con desesperanza, contemplando el vacío que lo rodeaba.
Mirah, siempre firme, se acercó a él con ternura.
—Debes tener fe. Nailea volverá, pero tienes que estar fuerte para ella. Mírate, no comes, no duermes, ni trabajas... ¿Qué le dirás cuando regrese y te vea así?
—Discúlpame, hermana... yo... me siento perdido sin ella.
—No te rindas. Hazlo por ellos, por Nailea y tu hijo.
Tareq asintió, comprendiendo el peso de las palabras de su hermana.
—Tienes razón —dijo, limpiando las lágrimas que aún quedaban en su rostro—. Ellos volverán... Alá me los traerá de vuelta.
Mirah lo miró con dulzura.
—Por favor, ven a cenar con nosotras. Te preparé la comida que tanto te gusta.
—Está bien... —aceptó, aunque no sentía hambre, lo haría por ellas, por su familia—. Me acabo de enterar por mamá que estuviste enferma... que tienes anemia.
—Ya está controlada, no te preocupes —respondió restando importancia, con una sonrisa suave.
—Te ves más delgada y cansada... —dijo Tareq, incapaz de ocultar su preocupación.
—Tú tampoco luces mejor —respondió ella, esbozando una pequeña sonrisa, tratando de aligerar el ambiente.
—Hermana...
—Tareq, estoy bien —insistió con tranquilidad, sus ojos reflejaban serenidad—. Anda, vamos a cenar. —Lo tomó suavemente de la mano, guiándolo hacia la mesa.
Tareq, antes de salir del despacho, se detuvo y la miró con un gesto solemne.
—Sabes que, a pesar de mi situación, siempre estaré aquí para defenderte, contra quien sea.
—Lo sé... —respondió Mirah, conmovida por la sinceridad en su voz—. Ahora ven, que la cena nos espera.
Cuando llegaron al comedor, la sorpresa fue evidente en los rostros de nani Suhaila, Akram, Sonya y su madre Fátima. Nadie había logrado que Tareq comiera con ellos desde hacía semanas. Sostenido apenas por sueros y galletas, su presencia allí era un pequeño triunfo para la familia. La cena transcurrió con un aire de alivio compartido.
—Lo que no entiendo, Mirah, es por qué no viniste con Rayan —dijo su madre, Fátima, con el tono habitual de quien mezcla el amor y la preocupación—. No es correcto que andes sola sin tu esposo.
—¡Por Alá, madre! —respondió Mirah, con una pizca de exasperación—. Rayan sabe que estoy aquí, además nani fue a buscarme. Él está muy ocupado con el trabajo, no pudo venir.
—Estás muy delgada, hija... esa enfermedad te debilita. —Fátima gesticulaba con las manos, como si con ello pudiera disipar su inquietud.
—Sí, hermana, nos preocupas —añadió Sonya, con la misma mirada aprehensiva.
—No se preocupen. Ya estoy con vitaminas y siguiendo una dieta... todo está bajo control —respondió Mirah, sonriendo suavemente mientras tomaba un trozo de pan, como si quisiera que su gesto calmara todas las dudas.
Tras la cena, pasaron a tomar té y luego Mirah se despidió, prometiendo su pronto regreso. Antes de partir, imploró a su hermano que no se rindiera, que no dejara su alma abatirse y que luchara con fiereza por encontrar a Nailea. Con una sonrisa leve, emprendió su camino hacia el castillo, con un corazón más ligero.