Capítulo XXII. Prueba de fuego
Rayan llegó a la oficina antes de que el alba siquiera asomara sus primeros destellos. Su mente era un laberinto sin salida en el que las mismas inquietudes se repetían una y otra vez. Sumergirse en el trabajo le parecía el único refugio para huir de sus pensamientos erráticos, pero el eco de su confusión lo seguía implacable. Sentía una mezcla de frustración y desaliento. En los últimos meses su vida sentimental había sido un naufragio. Cada impulso lo había revelado vulnerable ante las mujeres, despojándolo de la fortaleza que siempre había creído poseer. Nada había resultado como lo imaginó… excepto Mirah.
—¿Madrugaste? —preguntó Ali, el hermano mayor de Rayan, que había llegado a Marruecos el día anterior, su tono cargado de afecto y curiosidad.
—Sí, Ali. No pude conciliar el sueño. —Su rostro era un fiel testimonio de sus palabras. — ¿Y tú? ¿Qué haces tan temprano? La reunión no es hasta las ocho de la mañana.
—¿Acaso hay algo que te preocupe? ¿Tu empresa, o quizá el linaje? —Ali se acomodó con parsimonia en la silla frente a su hermano, estudiándolo con detenimiento.
—No —respondió Rayan, con sequedad.
—He venido antes para saludarte… y ver cómo estás. Apenas respondes mis llamadas.
Dos parcos golpes en la puerta rompieron la conversación, y el asistente de Rayan asomó con discreta eficiencia.
—Buen día, señor. ¿Les apetece algo para desayunar? —preguntó mientras tomaba nota con su tablet.
—Solo un café, fuerte y amargo —pidió Rayan con voz apagada, llena de cansancio.
—Yo tomaré un desayuno ligero, que incluya fruta fresca —añadió Ali.
—Enseguida, señor —respondió el asistente, desapareciendo con rapidez.
Ali, inclinando la cabeza hacia un lado, volvió a la carga. —¿Y bien? —preguntó, sin disimular su insistencia.
—¿Y bien qué? —replicó Rayan, irritado.
—Vamos, hermano… sé que hay algo que te consume. Sabes que no tienes a nadie más con quien hablar, y yo soy el único que puede soportar tu carácter —dijo Ali, con esa mezcla de franqueza y paciencia que solo los hermanos mayores dominan.
—No sé si estás preparado para escuchar lo que tengo que decir —musitó Rayan, evitando su mirada, como si cada palabra pesara demasiado para ser pronunciada.
—¡Por Alá! ¿Vas a hablar de amor? —Ali lo miró, incrédulo, como si no pudiera concebirlo. —¡Rayan, no me lo creo!
—Si vas a empezar con tus absurdas bromas, te advierto que no estoy de humor para tolerarlas —espetó Rayan, con un tono cortante.
—Está bien, está bien... Habla. Por primera vez en la vida te podré aconsejar. En asuntos del corazón, hermano, sí que te llevo ventaja —se jactó Ali con una sonrisa, mientras Rayan exhalaba profundamente, como quien se prepara para una confesión ineludible.
—Tengo miedo —dijo finalmente, con una voz tan débil que apenas se escuchó, y Ali frunció el ceño, desconcertado.
—¿Miedo? ¿Tú? —Ali lo miró fijamente. —¿De qué hablas?
—De enamorarme como un insensato… y no sé qué hacer para detener todas estas emociones que… que siento que me desbordan.
—¿Te has enamorado de otra mujer? —preguntó Ali, asombrado. —Pero si apenas te has casado, Rayan.
—¡No! Te hablo de mi esposa —replicó, casi en un susurro.
Ali lo observó en silencio durante unos segundos, su incredulidad palpable. —Ahora sí que no entiendo nada. ¿Acaso no es normal enamorarse de la propia esposa?
Rayan, abrumado, se desabrochó el saco y caminó lentamente hacia la ventana. El silencio que se instaló en la habitación era tan denso como la angustia que llevaba dentro. Ali lo contemplaba, respetuoso, consciente de que cualquier presión haría que su hermano se replegara aún más. Pasaron largos minutos antes de que Rayan rompiera el silencio.
—Tengo miedo de que me traicione... de que sea una impostora —confesó al fin, con una voz grave, cargada de dolor.
—Hermano, ese es un riesgo que todos corremos. Pero no veo por qué pensar eso. Las otras mujeres no eran las que Alá había dispuesto para ti.
—No lo entiendes, Ali. Nunca antes ninguna mujer había despertado en mí lo que Mirah me hace sentir. —Ali esbozó una leve sonrisa que no pasó desapercibida. —No quiero depender de nadie emocionalmente —añadió Rayan, con tono seco.
—Hermano… de eso se trata el amor —dijo Ali, suavemente. —Es inevitable, sobre todo cuando compartes tu cuerpo y tu alma con esa persona. —Rayan desvió la mirada, incómodo. —¿Qué ocurre? —preguntó Ali, notando su incomodidad.
—No hemos compartido intimidad.
—¡Por Alá, estás loco! —Ali se levantó, visiblemente contrariado. —¡Eso es contrario a nuestras leyes! Privar a tu esposa de esa unión es un error… a menos que...
—¿A menos que qué? —preguntó Rayan, con evidente inquietud.
—A menos que pienses devolverla.
—¡Jamás! ¡Ella me pertenece! —gritó Rayan, poseído por una furia contenida, como si cada palabra desgarrara su ser.
—Pues ten cuidado, hermano, porque ella podría solicitar el divorcio si alega que no han consumado el matrimonio —advirtió Ali, en tono grave.