Capítulo XXIII. Incierto
—¿Familiares de Burbag Omar y su esposa? —inquirió el doctor en un tono solemne.
—Soy su cuñado, y ella es mi hermana —respondió Rayan, erguido frente al médico, braceando contra el presentimiento de una noticia sombría.
—Lamento informarle que el señor Burbag ha fallecido. Hicimos todo lo posible, pero las heridas eran demasiado graves —explicó el doctor, con una suavidad que no restaba el peso de sus palabras.
—¿Y mi hermana? —preguntó Rayan con el corazón encogido, entre la zozobra y la esperanza.
—Ella se encuentra fuera de peligro —replicó el médico. Rayan exhaló un suspiro profundo, como si el alma regresara a sus pulmones—. Sus heridas son superficiales. Solo falta confirmar algunos exámenes y estará lista para el alta.
—Entiendo, doctor… ¡gracias! —respondió Rayan, su voz cargada de un alivio quebradizo. El médico asintió ante sus palabras y se retiró con un gesto respetuoso.
Apenas desapareció el médico, Rayan se volvió hacia Hassan, su jefe de seguridad, que aguardaba junto a él. La serenidad que había sentido segundos antes fue reemplazada por un ardor iracundo que encendía su mirada.
—¡Esto no fue un accidente! —afirmó Rayan, su voz baja pero tensa, como el filo de una espada—. Quiero que investigues todo, Hassan. Esto no quedará impune…
En los días que siguieron, el entierro se llevó a cabo en el más absoluto de los secretos. Con fervorosa devoción se siguieron los ritos dictados por el Corán, en un ambiente de recogimiento sagrado y discreto. Apenas quince personas asistieron a la despedida, los familiares más cercanos de los clanes Burbag y Marrash. Pocos supieron de la muerte de su cuñado, tal y como lo dispuso Rayan, decidido a proteger a su hermana a toda costa, resguardándola de la marea incierta de rumores y sospechas.
Esa última noche, Rayan se reunió en privado con las dos: Mirah y Azra.
—Debo partir en unas horas —confesó con preocupación reflejada en sus ojos oscuros—. Aquí estarán seguras, pero les ruego no hacer nada insensato en mi ausencia. —Mirah lo miraba en silencio, sus ojos reflejando una confusión contenida—. Mi retorno podría demorar varios meses, pero no tengo otra opción —concluyó, su voz teñida de amargura.
—¿Algunos… meses? —susurró Mirah, su voz apacible, casi melancólica. Azra, la hermana de Rayan, observó a Mirah sorprendida. ¿Cómo podía dirigirse a su hermano así? Sin pedir permiso para hablar.
—Azra, puedes retirarte. Necesito hablar con mi esposa a solas. —Azra, envuelta en su túnica negra, inclinó la cabeza con respeto y salió en silencio del despacho.
Rayan suspiró hondo, acercándose a Mirah, y sin dudar tomó sus manos, que estaban frías como un presagio.
—¿Tienes frío? —preguntó, su tono tornándose más íntimo.
—Un poco —respondió ella, con voz apocada.
—Mirah, sé que hay asuntos entre nosotros que han quedado en suspenso. La vida se nos ha trastocado desde el día en que nos casamos, y me ha sido imposible darte lo que verdaderamente mereces —sus miradas se entrelazaron, como si cada palabra fuera un hilo invisible entre ellos—. No anticipé cuán hondo calarían mis deberes… pero, a pesar de todo, sigo creyendo que casarme contigo fue la mejor decisión que he tomado —susurró, sincero. Los ojos de Mirah se iluminaron con un brillo que destellaba ilusiones.
—¿Por qué debes marcharte por tanto tiempo? —preguntó ella, en un susurro entre la resignación y la ansiedad.
Rayan acarició la mejilla suave de Mirah, con un toque etéreo, como quien acaricia un recuerdo antes de perderlo.
—Es un deber que debo cumplir. —Se acercó más, su aliento cálido sobre los labios de ella—. Prométeme que esperarás mi regreso. —Rozó sus labios con los de ella, el roce tenue que insinuaba más de lo que entregaba—. Necesito saber que estarás aquí.
—Aquí estaré, Rayan… —dijo ella, su voz impregnada de una fe ciega, pese a que su matrimonio era apenas una sombra de lo que debería ser.
Rayan tomó sus labios con una ternura desmedida, como si intentara grabar en su memoria aquel beso, ansioso de que el sabor y el perfume de ella no se borraran de sus sentidos. Mirah se abandonó a ese beso que, sin palabras, parecía anunciar una despedida irremediable, sin fecha de retorno. Rayan le besó la nariz con un último gesto de dulzura, antes de partir, dejando en el aire la promesa de un regreso incierto.
Las semanas que siguieron se convirtieron en un auténtico suplicio para Mirah. Azra, su cuñada, la trataba con la frialdad y desdén que uno reservaría para una sirvienta, sin otorgarle ni una pizca de respeto, a pesar de que Mirah le hablaba siempre con consideración. Aislada en aquel castillo, no tenía un solo aliado en quien confiar. Su único consuelo eran las conversaciones telefónicas con Nailea, quien, por gracia de Alá, había reaparecido tras haber sido secuestrada, regresando justo en los días del entierro del esposo de Azra. Sin embargo, en esas charlas, Mirah se guardaba el verdadero tormento que vivía entre los muros de aquel castillo, ocultando los sinsabores que teñían su vida cotidiana.
Azra fue casada siendo apenas una joven con un hombre que le doblaba la edad. Rayan había intentado por todos los medios impedir aquel matrimonio; para él, Burbag no era digno de su hermana. No solo era mucho mayor que ella, sino que además sería su tercera esposa, una posición que Rayan consideraba una deshonra para alguien como Azra. No entendía cómo su padre había dado su bendición, sabiendo que Azra, con su juventud y belleza, podía aspirar a ser la primera esposa de un hombre honorable y más joven. De hecho, él mismo tenía a alguien en mente.