Capítulo XXIV. Mía
—¿Quién está en el jardín? —preguntó Mirah desde el balcón, observando la silueta de una mujer bajo la luz dorada del atardecer.
—Es la madre del señor Rayan —respondió una de las sirvientas, dejando una taza de té sobre la mesa.
—¿Otra vez? —murmuró Mirah con preocupación, sintiendo cómo se formaba un nudo en su pecho.
—Sí, señora… y nuevamente han cambiado el menú de la comida —añadió la sirvienta, evitando la mirada de Mirah.
Era la tercera vez en la semana que su suegra visitaba el castillo, y cada vez su presencia se hacía más constante. En otras circunstancias, Mirah habría aceptado esas visitas sin problema; pero la realidad era distinta. Junto con Azra, su suegra se encargaba de herirla con comentarios punzantes, despojándola poco a poco de su tranquilidad. Mirah estaba agotada, tanto física como emocionalmente. A veces sentía que sus fuerzas la abandonaban. Ya casi se cumplía un año de la partida de Rayan, y desde su última llamada, no había sabido nada de él. Ni siquiera la había llamado en su cumpleaños, pero aun así ella se aferraba a la esperanza.
—¡Pero si ya la cena está hecha! —exclamó de pronto, con una mezcla de frustración y enojo que brotaba desde lo más profundo—. Diles que sirvan la comida que preparé y que coloquen mi plato en el sitio de Rayan. —Había tomado una decisión, y no daría marcha atrás. No comería nunca más a escondidas en su habitación; ya no se escondería de nadie. Si Rayan realmente la había arrojado al viento, tendría que decírselo en la cara, tal y como manda el Corán.
—Sí… sí, señora —respondió la sirvienta, sorprendida. En todo este tiempo, jamás la había visto con esa determinación en la mirada.
A la hora de la cena, todo estaba dispuesto tal como Mirah había ordenado. Su cuñada y su suegra fueron las primeras en sentarse, con gestos ceremoniosos.
—Ya ummi, (Oh, madre) ¿cuándo crees que regrese Rayan? —preguntó Azra, acomodando elegantemente la servilleta de tela sobre sus piernas—. Ha pasado demasiado tiempo, y ya me preocupa mi situación.
—No tengo idea. Es la primera vez que se va tanto tiempo —suspiró su madre, con el ceño fruncido—. ¿Se ha comunicado contigo?
—No. ¿Y contigo?
—Sabes que se ha distanciado de mí —respondió Gentola, esforzándose por disimular; no quería que su hija supiera por qué Rayan la despreciaba tan profundamente.
—Me enteré de que le habló a Mirah dos veces —respondió Azra con un énfasis mordaz en las últimas dos palabras.
—Entonces, es cierto, ya allah… (Oh, Dios) está enamorado —concluyó Gentola con tono resignado.
—No lo entiendo, wallahi (Lo juro por Alá"). Ella es tan poca cosa, tan… simple. —Ambas rieron con desdén.
—As-salamu alaikum (La paz sea contigo) —saludó Mirah con voz firme mientras entraba al comedor, levantando el rostro con dignidad.
—¡Vaya! Mira quién ha decidido unirse a nosotras. Ya ni recordaba que vivías en esta casa —comentó Azra, burlona.
—Deberías, porque esta es mi casa —replicó Mirah fríamente, dejándolas a ambas sin palabras. Procedió a sentarse sin dudar.
—¡No puedes sentarte ahí! —gritó Gentola, escandalizada—. Las cabeceras siempre serán para los esposos.
Mirah mantuvo la calma y se acomodó en la silla.
—Y en ausencia de mi esposo, este sitio me corresponde a mí.
—Astaghfirullah! (Pido perdón a Dios) ¿Acaso te has enloquecido? —replicó Azra con desprecio.
—Sirvan la cena —ordenó Mirah, con la autoridad de una verdadera ama de casa. Los sirvientes, sin vacilar, comenzaron a servir los platos.
Gentola y Azra miraron la comida en sus platos y de inmediato se pusieron de pie, visiblemente indignadas.
—¡Esto no es lo que pedimos! ¡Por Alá, retírenla! —ordenó Gentola, pero cuando los sirvientes dieron un paso hacia adelante, la voz de Mirah los detuvo en seco.
—¡No! Esta es la cena que se servirá en esta casa —afirmó con seguridad. Los rostros de las dos mujeres se deformaron por la furia contenida—. Y si no están de acuerdo, siempre pueden cenar en sus propias casas.
—¡Retírenla! —exclamó Azra, pero los sirvientes permanecieron inmóviles. Una ligera sonrisa se dibujó en el rostro de Mirah.
—No se molesten. Si no desean cenar, pueden irse —respondió mientras desplegaba la servilleta sobre sus piernas y tomaba el tenedor, decidida a ignorarlas.
—¡No sé quién te crees, ya miskina (Oh, pobre de ti) !, pero te juro por Alá que mi hermano sabrá de esto —vociferó Azra. Mirah continuó pinchando una verdura, fingiendo no escucharla.
—¡No me ignores! —Azra avanzó hacia ella con furia, y en un instante le sujetó el brazo con fuerza, obligándola a levantarse de la silla. Mirah reprimió un quejido de dolor.
—¡No eres nadie! —Azra la acercó hacia ella, apretando su brazo con más fuerza. Mirah apenas contuvo una exclamación de dolor mientras sentía la presión abrumadora de su cuñada—. Ahora sabrás lo que significa faltarme al respeto —sentenció, levantando la mano para golpearla.
Mirah se encogió de hombros y cerró los ojos, esperando el impacto. Los segundos se hicieron eternos, y, sin embargo, el golpe nunca llegó.