Amor Inmarcesible

Capítulo XXVI. Reencuentro

Después de unos meses el día más trascendental en la vida de Rayan ha llegado. En la imponente sala, unas veinticinco figuras se erguían con solemnidad. Eran los más influyentes del mundo, titanes cuyas palabras podían sacudir imperios y cuyo tiempo era un tesoro inalcanzable. Sin embargo, aquella noche, todos habían acudido con un único propósito: proclamar a Rayan como el líder supremo del linaje de la Sangre Dorada.

Su tiempo de prueba de liderazgo y entramiento físico había culminado. Ahora tiene poder absoluto y acceso completo. Un hito sin precedentes. Jamás, en la vasta historia del linaje, alguien había logrado semejante hazaña en un solo intento. La mayoría de los líderes anteriores cuando llegaban a la etapa del entrenamiento físico habían requerido una segunda y hasta una tercera oportunidad—la última que se les concedía antes de ser descartados para siempre. Muchos, ni siquiera alcanzaban a fallar tres veces; el entrenamiento, despiadado y cruel, se cobraba incontables vidas, pues exigía no solo una resistencia física sobrehumana, sino una fortaleza mental capaz de doblegar al miedo mismo.

Pero Rayan había vencido.

Esa noche, en la penumbra cargada de historia y poder, su destino se sellaba para siempre.

—Rayan Marrash Al-Aziz, es un verdadero honor para mí, siendo el más anciano de este linaje, haber vivido lo suficiente para presenciar este momento. —La voz del anciano resonó con solemnidad, su mirada cargada de orgullo y respeto—. Tú estás marcando un antes y un después. Sé que lograrás grandes hazañas, porque eres un líder nato… y lo has demostrado con tus acciones.

El anciano, quien había sido líder del linaje por 20 años, hizo una pausa, dejando que sus palabras calaran en la sala. Luego, alzó la mano con reverencia y proclamó:

—¡Que Alá te bendiga y te guíe, Rayan Marrash! ¡Líder del linaje de la Sangre Dorada!

Un rugido poderoso atravesó la sala.

—¡Uh! ¡Uh! ¡Uh! —se escuchó con fuerza y bravura mientras todos los presentes levantaban su mano derecha en un gesto de lealtad.

Rayan permaneció en su sitio, su expresión impasible, pero su corazón latía con intensidad. Había alcanzado la cúspide de su destino… y ahora, el verdadero desafío comenzaba.

Se procedió a la firma de las actas y al sellado con sangre, un ritual ancestral que simbolizaba el compromiso inquebrantable con el linaje. Con una leve punzada en el dedo anular, Rayan dejó caer una gota de su sangre y, con ella, estampó la huella de su dedo índice sobre los documentos.

Aunque la mayoría de los presentes eran musulmanes, no se habló de religión. El linaje trascendía la fe; su propósito era otro, uno mucho más antiguo y poderoso. Aquí, no se trataba de creencias, sino de legado, estrategia y dominio.

Mirah, sin embargo, se encontraba en España, en la casa de Nailea. Había dejado Marruecos un mes después de la partida de Rayan, buscando la calidez de su familia mientras lo esperaba. Esta noche celebraban el primer cumpleaños de su sobrina Janna, y la felicidad la embargaba aún más tras recibir la confirmación de Rayan: en dos días, al fin, estaría con ella.

—Luces diferente. —Nailea la observó con una sonrisa cómplice.

—Me siento enamorada. —confesó Mirah, con los ojos brillando de emoción.

—¡Alá! No sabes lo contenta que estoy por ti. —Nailea la abrazó con alegría. —Hace tanto que no vemos a Rayan...

—Te manda disculpas por no poder estar aquí hoy. —respondió Mirah con ternura—. Estos meses han sido una locura para él, ha tenido demasiado trabajo… pero en dos días estará en España.

La celebración transcurría entre risas y dulces. Aunque los musulmanes no acostumbraban a festejar los cumpleaños, Tareq había permitido que Nailea organizara algo especial para Janna en su primer año de vida. No hubo velas ni canciones, pero sí una mesa repleta de postres de distintos sabores. La pequeña mordió su primer dulce, y su carita terminó cubierta de lustre, provocando carcajadas en todos.

Tareq, en un gesto travieso, hizo lo mismo con Nailea antes de besarla con ternura. Fue entonces cuando ella, con los ojos llenos de amor, le dio la noticia que cambiaría sus vidas: esperaban otro hijo.

Las felicitaciones no se hicieron esperar, y la emoción se apoderó de la sala. Mirah los observó con el corazón encogido de anhelo. Ella también soñaba con ese momento, con llevar en su vientre una parte de Rayan, con formar una familia junto a él. Sus dedos rozaron de manera inconsciente su vientre plano, mientras su mente se perdía en un deseo silencioso.

La pequeña celebración familiar llegó a su fin, y Mirah regresó a casa. Estos meses habían transcurrido en calma, a pesar de la incómoda presencia de Azra bajo el mismo techo. Ambas se evitaban con naturalidad, como si un pacto silencioso dictara que ignorarse era la mejor manera de convivir.

Además, la familia de Rayan también había vuelto a España, aparentemente por órdenes suyas. Aunque nadie le había dado explicaciones, Mirah intuía que su esposo estaba moviendo las piezas a su manera. Fuera como fuera, lo único que realmente le importaba era que en dos días Rayan estaría con ella.

Bajó del coche y cruzó el umbral de su hogar. La casa que Rayan había comprado no era un castillo, y por ello agradecía a Alá. Sin embargo, era una mansión imponente, majestuosa a su manera, con un encanto que le recordaba a la calidez de su antiguo hogar.




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