Sentados en el césped, con la espalda de Mirah reposando contra el pecho de Rayan, él la envolvía con sus brazos, cubriéndola con besos suaves en la cabeza. Sí, así… Sin duda, aquel era su nuevo refugio, su lugar seguro.
—¿Sabes cuántas veces imaginé este momento? —murmuró Rayan con dulzura.
—¿Muchas? —preguntó ella con una sonrisa juguetona.
—Muchísimas… —sus dedos acariciaban sus brazos con devoción—. Estaba desesperado por verte, por tocarte… —Su voz descendió a un susurro mientras sus labios rozaban la curva de su cuello—. Pero, sobre todo, por besarte…
Mirah giró el rostro y, sin dudarlo, encontró los labios de su esposo. Rayan la besó con una suavidad que la hizo suspirar, con esa ternura arrebatadora que, día tras día, la hacía enamorarse aún más.
—Eres demasiado hermosa, Mirah. —Sus ojos reflejaban una devoción infinita.
—Y tú eres muy guapo. —Confesó en un susurro, bajando la mirada. Rayan sonrió al verla sonrojada.
Con un brillo travieso en los ojos, sacó de su bolsillo una pequeña caja de terciopelo azul cielo.
—Te traje algo. —Anunció con emoción.
Mirah tomó la cajita con delicadeza y, al abrirla, sus ojos se iluminaron. Dentro descansaba una exquisita pulsera de cuentas Tasbih, hecha de oro blanco con delicados diamantes. Cada cuenta estaba separada por un brillante, sumando un total de treinta y tres. En el cierre, apenas visible, se encontraban dos diminutas iniciales entrelazadas: M & R.
—Así podrás practicar el dhikr con facilidad. —Murmuró mientras se la colocaba en la muñeca con ternura.
—¡Es hermosa, Rayan! ¿Son… diamantes? —Preguntó con asombro.
—Lo son. —Afirmó con orgullo.
—Pero…
—¡Eh, eh! Nada de protestas, señora Marrash. —Intervino con picardía—. Ahora eres mi reina, y quiero consentirte de todas las maneras posibles.
Mirah lo miró con el corazón rebosante de amor.
—¡Alá me bendijo contigo! —Exclamó con emoción.
Rayan le acarició la mejilla, mirándola con amor.
—¡Alá nos bendijo a los dos, habibti! —Aseguró con convicción—. ¿Le temes a las alturas? —Pregunto.
—No, en lo absoluto. ¿Por qué?
—Quiero llevarte a un lugar especial. Así que prepárate… salimos en una hora.
—¿Saltaremos de una avioneta? —Preguntó, con asombro y Rayan comenzó a reír.
—Eso no sería muy romántico de mi parte, amor. Anda, Yala. —Indico con la mano que se apresurara.
Mirah se puso de pie con emoción desbordante y corrió dentro de la casa para cambiarse. Rayan la observó alejarse con una sonrisa serena; hacía mucho tiempo que no experimentaba esa clase de felicidad. Con pasos tranquilos, se dirigió a su despacho, pero antes de cruzar el umbral, una voz lo detuvo.
—As-salamu alaikum, hermano. ¡Qué alegría que Alá te haya traído de vuelta sano y salvo! No sabía que ya estabas aquí. —Azra apareció frente a él, inclinando levemente la cabeza en señal de respeto.
—Wa-alaikum as-salam, hermana. Acabo de llegar. —respondió él sin demasiada ceremonia, dispuesto a continuar su camino.
—Necesito hablar contigo… cinco minutos, por favor. —Su tono tenía un matiz de súplica.
Rayan la observó en silencio por un instante y, tras un suspiro, hizo un leve gesto con la mano.
—Bien, entra.
Azra avanzó con prudencia, adoptando una postura de sumisión, y tomó asiento frente a su hermano. Respiró hondo antes de hablar.
—Hermano, sé que acabas de llegar y no quiero incomodarte, pero… realmente me preocupa mi situación. —Su voz temblaba ligeramente.
—¿Acaso no confías en tu hermano, Azra? —La dureza en su mirada le advertía que no toleraría juegos.
—¡Por Alá, claro que confío en ti! —se apresuró a responder.
—Entonces, no tienes nada de qué preocuparte.
—Pero el tiempo pasa… y yo envejezco. Además… ni siquiera puedo vivir tranquila en esta casa.
Rayan frunció el ceño.
—¿Por qué dices eso?
—Porque… no le agrado a tu esposa. No cruzamos palabra alguna y, además de eso, tengo que ver a nuestra madre fuera de esta casa porque Mirah lo ha prohibido.
Rayan la miró fijamente, su expresión se volvió aún más severa.
—Azra, si no le agradas a mi esposa, es evidente que se debe a tu comportamiento. Y permíteme corregirte en algo… —su voz descendió a un tono más gélido—. Quien prohibió que Gentola ponga un pie en esta casa fui yo.
Azra abrió los ojos con sorpresa, sin poder ocultar su desconcierto.
—Pe-pero… ¡Es haram! ¡Es nuestra madre, Rayan! —reaccionó, alarmada.
—Independientemente de ello, esta casa es de mi esposa, y no permitiré que deba recibir a personas que no le tienen aprecio y que, además, han sido crueles con ella.
Azra bajó la mirada, sintiéndose acorralada.