Amor Inmarcesible

Capítulo XXXI. Los colores de alma

Frente al espejo de su tocador, Mirah terminaba de aplicarse sus cremas hidratantes. No dejaba de pensar en él, y eso la inquietaba profundamente. Estaba decidida a comenzar una nueva vida lejos de Rayan. Una maleta con la mayoría de su ropa ya estaba en casa de su hermano, y mañana mismo se mudaría allí. Luego de unos días le diría la verdad, y confiaba en Allāh en que su hermano Tareq la entendería y apoyaría.

Dos golpes secos resonaron en la puerta. El corazón de Mirah dio un vuelco.

—Mirah, ¿puedo pasar? —se escuchó la voz de su esposo—. Tenemos que hablar.

Se levantó con cierta torpeza. Buscó su bata, se la colocó con manos temblorosas y contuvo el aliento unos segundos antes de responder.

—Pasa —indicó.

Rayan entró, y al verla, sus ojos recorrieron cada parte de su rostro y su figura. Aquello la hizo sentir aún más vulnerable.

—Dime —pronunció ella, obligándose a mantener la compostura mientras lo miraba directo a los ojos.

—Yo… escucha, Mirah, yo… —titubeaba, como si las palabras le pesaran en la lengua.

—Mañana me iré a vivir con mi hermano —lo interrumpió ella. Su voz se quebró apenas.

—¿Me lo estás comunicando? —alzó una ceja, sorprendido.

—Te lo informo —respondió con firmeza.

El rostro de Rayan perdió la serenidad. Lucía confundido e incómodo. Mirah sostuvo su mirada sin desviar los ojos.

—Eres mi esposa —murmuró, intentando encontrar algo a lo que aferrarse.

—No lo fui cuando me acusaste injustamente… y luego te besaste con otra mujer —contestó con dureza, pero sin levantar la voz.

—Mirah, sé que cometí un er...

—No quiero escucharte. Ya no me interesa lo que tengas que decir, Rayan.

Lo dijo sin vacilar, y eso lo desarmó. Él la contemplaba en silencio. La deseaba más que nunca. Toda ella: su voz, su cuerpo, su aroma… y ahora, ese carácter firme que no sabía que existía en ella.

—Entonces, ¿te irás así, sin más? —preguntó, metiendo las manos en los bolsillos.

—Me engañaste. Y eso basta para que solicite el Jula’—declaró con resolución.

El asombro en el rostro de Rayan era evidente. ¿Ella pediría el Jula’? (el divorcio islámico solicitado por la mujer) Entonces, ni siquiera le importaba devolver la dote. Estaba realmente decidida.

—¿Esto es una venganza? —se acercó despacio, acortando la distancia—. Porque por Allāh, Mirah… yo ya me castigué suficiente esta noche.

El aroma de él la envolvió al instante. Por un momento, su instinto quiso acercarse y fundirse en sus brazos. Pero no. No después del dolor. No después de la humillación. No podía ceder.

—No tengo eso en el corazón. No podría vengarme de ti, Rayan —susurró—. Fuiste tú quien aseguró que me devolvería. Ya no hace falta… no después de verte con otra.

—Fue un error, Mirah —su voz sonó apagada, el rostro lleno de remordimiento—. Ella no significa nada. Debí alejarla desde el primer momento —pasó una mano por su cabello, abatido—. Me dejé consumir por la ira y la inseguridad.

—Le creíste a todos, menos a mí. Y, sin embargo, yo… yo solo creí en ti.

Rayan quedó inmóvil. Sus palabras lo atravesaron como dagas. Dos lágrimas descendieron por las mejillas de Mirah.

—Solo te pido algo: mi libertad. Es lo único que puedes hacer ahora por mí.

El silencio se apoderó del ambiente como una nebulosa.

—Lo único que puedo darte ahora, Mirah… es tiempo. Pero no puedo soltarte —dio un paso más, quedando a centímetros de ella—. No puedo… porque te amo.

Lo dijo con el alma en la voz. Y, conteniendo el impulso de tocarla, dio media vuelta y salió de la habitación.

Cuando la puerta se cerró tras él, Mirah se dejó caer sobre la cama. Se abrazó a sí misma, sobrepasada por las emociones que Rayan acababa de reavivar.

Lloró toda la noche por él y por su matrimonio.

Rayan estuvo afuera de la habitación de Mirah, escuchando su llanto. No pudo irse. Quiso entrar muchas veces, pero no se sentía con derecho después de haberla tratado como lo hizo. Cada lágrima suya lo hería en lo más profundo. ¡Cómo pudo ser tan imbécil!

Cuando cesó su llanto, supo que había quedado dormida. Entró sigilosamente. Se acercó a ella. Abrazaba la almohada como una niña y aún tenía sus mejillas húmedas. La observó dormir por un buen rato y luego se retiró para prepararse para el día que le esperaba.

Mirah se despertó a las 8 a.m., un tanto sobresaltada, pues debió levantarse más temprano. Se duchó y se arregló. Para ella, esta sería la última vez que amanecía en esa habitación. Miró a su alrededor con desolación, suspiró profundamente y salió.

Al llegar a la puerta de salida, se encontró con la maleta que había llevado la noche anterior a la casa de su hermano. No entendía.

—Yo la mandé a recoger —dijo la voz de Rayan acercándose—. Le dije a tu hermano que mi viaje se suspendió.

—Dijiste que me darías tiempo —se dio la vuelta y al verlo tragó saliva.




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