Capítulo XXXV. Las sombras del pasado
No podía conciliar el sueño. El enojo y la tristeza aumentaban a cada segundo. Salió al jardín con la esperanza de despejarse un poco. Bajo el cobijo de un hermoso árbol de jacarandá, lloraba en silencio. Le dolía amarlo tanto, y ahora comprendía que desde hacía mucho tiempo su corazón había sido diseñado solo para él.
¿Cómo pudo besar a otra mujer? Ella ni siquiera imaginaba tolerar los labios de alguien más sobre los suyos. ¿Por qué para él fue tan fácil? La respuesta era dolorosa, pero simple: él no la amaba. Mirah suspiró con melancolía y dejó que sus lágrimas corrieran libres.
—¡Aquí estás! Me he vuelto loco buscándote… ¿estás llorando? —Rayan tomó su rostro entre las manos, conectando sus miradas al instante—. ¿Ha sucedido algo? —su preocupación crecía a cada segundo—. Mirah, contéstame.
—Tú… —respondió entre lágrimas—. Tú eres lo que me ha sucedido. —Sus palabras fueron como cuchillos afilados entrando en el pecho de Rayan.
—Mirah…
—¡Suéltame! —le apartó las manos con brusquedad—. Ya no quiero amarte más —dijo con dolor—. Porque tu amor, Rayan, está matando mi corazón.
Él se paralizó. Sus palabras lo herían de muerte, pero lejos de alejarse, se acercó de nuevo, tomando su rostro. Mirah no pudo apartarse; juntos eran como dos imanes imposibles de separar.
—En cambio, tu amor, Mirah, le ha dado vida a mi corazón. —Acariciaba sus mejillas con ternura—. Tú le has dado un verdadero sentido a mi vida, y me siento decepcionado de mí mismo por haber dudado de ti y fallarte. —Sus miradas eran intensas, cargadas de emociones encontradas—. ¡Te amo!
Mirah intentó alejarse, pero Rayan no se lo permitió. Sus lágrimas seguían cayendo.
—¡Te amo! —repitió con firmeza.
Ella apretó los ojos, intentando mantenerse fuerte.
—¡No! ¡No me amas! Porque si lo hicieras, no te habrías besado con otra. Y no estarías pensando en una segunda esposa cuando ni siquiera has terminado conmigo.
—¿Segunda esposa? —Rayan frunció el ceño, tratando de ordenar todo en su mente—. Yo no voy a casarme de nuevo, Mirah.
—La señora Nour dijo que la cena fue por eso, para que eligieras a una de sus hijas —lo acusó, dolida.
—No. Esa cena era de negocios, porque quiero que poco a poco conozcas mi mundo. —Mirah lo observó con atención. Su voz era firme, clara, honesta—. Es cierto que Said me lo mencionó, pero le dejé claro que no busco una segunda esposa.
En sus ojos había franqueza, y Mirah lo reconoció. La timidez se apoderó de ella, bajando la mirada.
—No. Mírame —pidió Rayan con dulzura—. No quiero a nadie más que a ti. —Le sonrió, y esa sonrisa bastó para derretirla.
Sus cuerpos se rozaban con sus ropas. Rayan se moría por besarla y, con lentitud, fue acercándose, cuidando de no espantarla. Sus respiraciones se entrecortaban. Mirah cerró los ojos, pero en ese instante la imagen de su esposo besando a aquella mujer la golpeó como un látigo.
—No… —susurró, colocando la palma en sus labios—. No puedo sacarme de la cabeza la imagen tuya besándote con esa mujer.
El silencio reinó durante unos segundos que parecieron eternos.
—Perdóname… —Rayan besó su palma—. Perdóname, amor. —Depositó un beso en su frente—. Me arrepiento de la estupidez que cometí. Alá sabe que, si pudiera regresar el tiempo, lo haría. Pero ahora no me queda más que asumir y rogar por tu perdón.
Mirah, incapaz de rechazarlo del todo, lo abrazó.
Rayan suspiró aliviado. Le encantaba sentirla en sus brazos, y quizá, solo quizá, ese abrazo significaba el inicio del perdón.
Mirah se perdió en su aroma. No quería soltarlo. Él era su lugar seguro, su mundo, su paz. Se sentía tan protegida en ese abrazo, que no se dio cuenta de cómo los segundos se transformaban en eternidad.
De pronto, la tomó en brazos. Ella se sorprendió, pero no protestó. Con cuidado, la llevó hasta la habitación y la depositó suavemente sobre la cama. Mirah lo miraba, sin comprender del todo lo que hacía.
—Espérame un momento —le pidió con una media sonrisa.
Al cabo de un minuto, Rayan regresó con lo que parecían ser aceites.
Mirah lo observó, aún más confundida. Él, con elegancia, se arrodilló frente a ella y tomó su pie derecho. Con destreza le quitó el fino calzado, vertió unas gotas de aceite y comenzó a masajearlo con movimientos relajantes. El aroma era envolvente, casi hipnótico. Luego repitió el gesto con el otro pie.
—Sé que pasaste mucho tiempo de pie en la cocina por la cena de hoy —dijo sin detener sus manos—. Solo quiero agradecértelo de esta manera.
Mirah cerraba los ojos, dejándose llevar. Su tacto le provocaba sensaciones deliciosas, algunas desconocidas. Sin poder evitarlo, dejó escapar un suave gemido.
Rayan la contemplaba, embelesado. Deseaba que sus manos ascendieran más, pero sabía que un solo paso en falso arruinaría lo que estaba reconstruyendo.
Tras un par de minutos, se detuvo. Tomó cada pie entre sus manos y los besó con ternura, provocando en Mirah un escalofrío que recorrió todo su cuerpo.