Amelia observó su reflejo en el espejo de su pequeño apartamento, un espacio reducido pero lleno de sus pertenencias. Con una chispa de intriga en sus ojos azules y su cabello castaño desordenado por la brisa de otoño, se sintió lista para la noche. Los ecos de risas y gritos de sus compañeros de clase resonaban en su mente. A lo lejos, las luces naranjas y moradas adornaban las casas vecinas, y grupos de niños disfrazados corrían por las calles, riendo y llamando a las puertas en busca de dulces. Todo el mundo parecía estar contagiado por el espíritu festivo, pero ella no. No había decorado su apartamento ni comprado caramelos. Desde que se había mudado sola a este rincón tranquilo de la ciudad, Amelia había disfrutado de su independencia, pero también había empezado a sentir el peso de la soledad.
No era que no le gustara Halloween. De hecho, le fascinaban las historias de fantasmas y el misterio que envolvía la fecha, pero este año quería hacer algo diferente. Algo más emocionante que simplemente vestir un disfraz o recorrer las calles en busca de sustos fáciles. Su mirada se desvió hacia el otro lado de la calle, donde más allá de los árboles, yacía la antigua casa abandonada de la que tanto se hablaba. Todos hablaban de fantasmas y secretos oscuros, pero a Amelia le atraía el misterio. Así que, en lugar de unirse a la multitud, decidió aventurarse sola hacia aquel lugar enigmático, un vestigio del pasado que llamaba su nombre.
Con su chaqueta de cuero y una mochila con una linterna y una cámara, salió a la calle. La brisa fresca de la noche acarició su rostro, y las hojas secas crujieron bajo sus pies mientras avanzaba. Las luces de las casas estaban encendidas, y la risa de niños disfrazados llenaba el aire, pero Amelia sentía que ese mundo festivo no era para ella. Prefería la soledad de la exploración, el misterio que se escondía en lugares olvidados.
Camino a la casa abandonada, el trayecto la llevó por una calle desierta, donde las sombras se alargaban con cada paso. A medida que se alejaba de la seguridad de su vecindario, el bullicio de Halloween se desvanecía, dejando a su alrededor un silencio inquietante. La casa, que había visto de lejos, se alzaba al final de una calle empedrada, cubierta de enredaderas y misterio.
La leyenda local decía que había sido el hogar de un hombre solitario que, tras una tragedia, había desaparecido sin dejar rastro. Con cada paso hacia la casa, su corazón latía más rápido, no solo por el miedo, sino también por la anticipación de descubrir lo desconocido. Las ramas de los árboles parecían extenderse como dedos, como si quisieran advertirle que se detuviera, pero ella continuó, empujada por una mezcla de curiosidad y un deseo de sentir algo más que la rutina monótona de su vida diaria.
Al llegar frente a la casa, Amelia contuvo la respiración. Las ventanas estaban rotas y la puerta colgaba de una bisagra, como un testigo mudo de lo que alguna vez fue un hogar. La luna llena iluminaba la escena, creando sombras danzantes en la fachada desgastada.
La puerta principal de la casa, aunque deformada por el paso del tiempo, estaba entreabierta. No dudó en empujarla con suavidad. Un largo chirrido resonó en el silencio, como si la casa se despertara de un sueño profundo. El interior estaba oscuro, pero la poca luz que se filtraba desde la luna revelaba un salón cubierto de polvo, con muebles viejos y destartalados esparcidos por doquier. En el aire flotaba un aroma rancio, como si el pasado aún se aferrara a cada rincón.
Amelia avanzó con cautela usando su linterna, observando las paredes desmoronadas y las escaleras que crujían bajo sus pies. Cada rincón parecía susurrar una historia olvidada. Mientras avanzaba más dentro de la casa, la sensación de ser observada se intensificó. Algo en el ambiente la hacía sentirse extrañamente incómoda, como si la casa no quisiera que estuviera allí, o peor aún, como si algo, o alguien, la estuviera esperando.
Al llegar al vestíbulo principal, notó un gran espejo cubierto de polvo que colgaba en la pared, reflejando apenas su figura en la penumbra. Se acercó, intentando distinguir su propio reflejo, pero algo en la superficie del espejo le hizo retroceder. Parecía que la figura en el espejo no se movía al mismo ritmo que ella, como si algo más la estuviera observando desde dentro del vidrio.
El corazón de Amelia latía con fuerza, pero no se dejó intimidar. Había venido buscando un misterio, y parecía que lo estaba encontrando. Decidió subir por las escaleras. Cada escalón que pisaba crujía bajo su peso, y los ecos de sus pasos resonaban por toda la casa. Al llegar al segundo piso, el aire se volvió aún más frío, y una corriente de aire helado le acarició el rostro.
A lo lejos, en el pasillo oscuro, una puerta entreabierta llamaba su atención.
Amelia avanzó lentamente, sintiendo que algo la empujaba hacia esa puerta. Su respiración se volvió más pesada, y el silencio a su alrededor se volvió ensordecedor. Cuando finalmente llegó, empujó la puerta con suavidad y un susurro débil le rozó el oído.
—Amelia...
Amelia se quedó congelada por un instante. El susurro, aunque tenue y distante, parecía tener vida propia, alejándose hacia la puerta entreabierta como si la estuviera guiando. Cada fibra de su cuerpo le gritaba que corriera, que dejara atrás la casa y su atmósfera opresiva, pero había algo inexplicable que la empujaba a seguir adelante. La curiosidad y una extraña urgencia la superaron, como si la casa misma le pidiera descubrir sus secretos.
Al cruzar el umbral de la puerta, lo primero que notó fue la sensación de frío que impregnaba la habitación. No era solo la temperatura, sino algo más profundo, una presencia que la envolvía. La luz de la luna se filtraba por una ventana rota, proyectando sombras alargadas sobre el suelo de madera desgastada. Pero lo que más capturó su atención fue un viejo mueble al fondo de la habitación, uno de sus cajones estaba entreabierto, iluminado directamente por el rayo plateado de la luna.
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Editado: 02.11.2024