Amor Mentalista

9

Sentía todos los músculos rígidos, tan sólo una consecuencia de haber estado acostado en la misma postura un buen rato, también un molesto y constante chillido en los oídos. Intenté moverme pero al hacerlo pareció que la cabeza se me iba a salir del cuello y me lo pensé mejor, aunque ese leve movimiento fue suficiente para arrancarme un gemido de dolor.

– ¡Enfermera! –Gritó Felipe en algún lugar cercano a mi, aunque hubiera preferido que no lo hiciera, el chillido de mis oídos sólo empeoró– ¡despertó!

Traté de decirle que se callara, pero en lugar de eso sólo salió un gruñido parecido a “gafesh shs”

– ¿Qué? –Felipe se inclinó hacia adelante para escucharme mejor, pero preferí no volver a hablar–tranquilo, tranquilo, ya viene la enfermera, estás bien.

Escuché los pasos de la que supuse sería la enfermera, abrí despacio los ojos para comprobarlo. Había mucha luz en la habitación y parpadee varias veces para que mis ojos se acostumbraran a ella.

–Hola, Esteban–saludó la enfermera– ¿cómo te sientes?

–Ammm…Molido–respondí.

–Recibiste un fuerte golpe en la nuca con un tubo–me informó–. Gracias a Dios no tienes fracturas, pero esa contusión tardará algunos días en sanar.

–Sí, auch–me quejé– ¿cómo llegué hasta aquí?

–Una extraña chica te trajo aquí ayer. Dijo que te encontró tirado fuera del campus, no sabemos qué sucedió ¿recuerdas tú algo?

Me esforcé un poco por recordar lo último que sabía, pronto llegaron a mi mente las imágenes de Sebastián, el callejón, el paquete café y, lo más molesto de todo, la fea cara de Abigaíl. Ella debió ser esa chica extraña que me había llevado a la enfermería y por cuya culpa estaba ahí.

–No–mentí–, recuerdo estar paseando por la calle y después de eso nada.

–Bien. Te haré algunas revisiones, solo para asegurarme de que todo está bien ¿de acuerdo?

–Sí–respondí, no me sentía capaz de asentir con la cabeza.

La enfermera quitó los vendajes con cuidado de mi cabeza, limpió un poco los puntos que me habían dado y después de eso se fue, no sin antes darme unos fuertes analgésicos para calmar el dolor de cabeza.

–Amigo, sé que le mentiste a la enfermera–me acusó Felipe cuando nos quedamos a solas–. Dime ¿qué fue lo que pasó?

–Compadre, ¿cómo estás tan seguro que le mentí?

–Hay por favor ¿tú paseando solo fuera de la universidad? ¿Qué hay de interesante en la acera?

–Artistas callejeros–respondí recordando a todos los artistas que había visto.

Felipe me miró en silencio unos segundos, me pareció que estaba decepcionado por mi renuencia a decirle donde había estado.

–Has actuado muy extraño estos últimos días–dijo al fin.

–Claro que no–respondí–. Todo está bien.

En mi interior, me sentía un poco mal por estarle mintiendo a Felipe. Realmente éramos amigos y siempre habíamos hecho todo juntos, pero esta vez, no quería que nada ni nadie estropeara mi investigación. Además, para poder incluir a Felipe en todo esto tendría que explicarle cientos de cosas que quizá ni en sus más locos sueños hubiera imaginado, por ejemplo, la existencia de Sabiduría en mi cabeza, o el canon que seguía escondido en mi muñeca. No, de seguro ni Elyon ni Sabiduría hubieran querido que revelara su existencia.

–Oye, sé que sí he estado actuando un poco extraño quizá–reconocí–, pero es porque quiero que tengas mucho más tiempo para Dina. Hago muchas otras cosas por mi cuenta pero es solo por eso.

No lo convencí del todo, pude verlo en sus ojos. Pero no iba a arriesgarme, no lo haría.

–Bien–suspiró y se levantó de la silla–, espero que te mejores. Vendré a verte mañana.

–Sí, gracias compadre.

Lo miré marcharse y dejarme solo en la enfermería. Era un alivio que las camas estuvieran separadas, aunque fuera, por una delgada cortina. Los enfermos quedábamos ocultos de la vista de todos y podíamos tener un poco más de privacidad, y eso era justo lo que necesitaba en ese momento. Por fortuna, nadie me había quitado mi pulsera de cuero que ocultaba a su vez el canon que tenía en mi muñeca. Recordaba que Elyon me había dicho hacía vari0s días que debía meditar en él, pero no tenía idea de cómo debía hacerlo. Me quité la pulsera y volví a examinarla, la última vez que había hecho eso, sabiduría había aparecido súbitamente en mi cabeza, esperaba que en esta ocasión nadie volviera a aparecer.

No sabía a ciencia cierta desde cuando la figura del pez había cambiado. Se veía como al rojo vivo, como metal ardiente. Se me hizo extraño porque era obvio que ni yo ni nadie más había expuesto la pulsera al fuego. Con cuidado toqué la figura del pez pero no se sentía diferente al resto de la pulsera.

– ¿Qué significará? –dije para mí mismo.

Por un momento, cuando terminé de hablar, el color del pez se volvió aún más claro. Me hizo recordar que el canon respondía a mi voz siempre, como aquella vez que dije su nombre y se abrió, o la vez que le pedí que se convirtiera en pulsera y lo hizo. Entendí que también podía interactuar con el canon de miles de formas que aún eran desconocidas para mí. Me sentí emocionado de comenzar a descubrir cosas, quería saber más.




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