Cientos y cientos de visiones llegaron a mi mente, era como ver todo el canon, pero a una velocidad de vértigo, además que estaba seguro que todas estas imágenes, sonidos e historias en general no pertenecían al canon. Logré ver mil cosas: conocí a los videntes, entre los que se encontraba mi padre. Los vi sufrir su muerte en agonía, presencié la frustración del asesino rojo al negarse a aceptar a la esposa que Elyon le obsequiaba, y también… vi la historia de mi padre. Como al principio no deseaba estar con mi madre. Experimenté la soledad de cada vidente al cargar con un don así. Me llevó más atrás en el tiempo, mucho más atrás, y la historia era siempre la misma, dolor y solo dolor. ¿Por qué Elyon no hacía nada? ¿Por qué no ayudaba a los suyos? Él solo observaba su desesperación. Entendí que eso me esperaba a mí si continuaba en el mismo camino, iba a perderlo todo. Siempre había sido un riesgo confiar en Elyon y no lo había visto. Los problemas de la humanidad eran demasiado pesados para que unos pocos lo cargaran, se me estaba imponiendo una tarea imposible ¿sabes cuál es la peor parte de tener una tarea imposible? La desesperanza, la falta de propósito, sabes que no podrás con ello y entonces todo deja de tener sentido.
Con una ultima sacudida, caí al frío suelo. Durante las horribles visiones, mi cuerpo debió convulsionarse de manera violenta, no encontraba otra forma lógica de explicar que la silla y las cuerdas que sujetaban mis pies y manos estaban rotas y regadas por la celda.
Alejandro caminó hacia mi y se arrodilló para hablarme a la cara.
—Yo tengo un camino mejor—dijo.
Me dio una palmada en el hombro y se alejó para salir por la puerta. El guardia me miró con compasión y acto seguido, salió detrás de Alejandro.
Ahora tenía un poco más de libertad que antes, pero eso no me provocó levantarme del frío suelo. Sentía un nudo en la garganta, respiraba entrecortadamente, como un niño que desea sollozar. Las dudas crecían en mi mente y me ataban más que las mismas cuerdas.
Me recosté mirando al techo. De algún modo, ahora me parecía bien estar en esa celda, ese era el lugar donde las personas sin propósito debían estar, en una fría, reducida y maloliente celda, solo esperando que todo acabe. Las lágrimas brotaron de mis ojos y no intenté detenerlas. Lloré hasta quedarme dormido, no tuve ninguna clase de sueños, pero aún así debí dormir mucho tiempo. Lo que me despertó fue el guardia abriendo la puerta.
—Arriba—dijo sin mucha energía. Pero no respondí, me quedé en mi misma posición—hey, arriba—repitió mientras me daba un moderado puntapié en la pierna. Ni siquiera me molesté en mirarlo, sea lo que sea que quisiera hacer, podría hacerlo, pero yo no iba a cooperar para nada.
El guardia suspiró agotado. Acercó una silla en buen estado y se sentó al revés en ella. Me miró en silencio durante un minuto antes de animarse a hablar.
—He visto esto otras veces—comenzó—, él entra en sus mentes, a veces les da lo que quiere, otras… toma de ellos toda esperanza de vivir. Todo depende de como se sienta en el día.
Soltó una risa forzada con sus últimas palabras.
—Se lo que estás pensando—continuó—¿qué hago aquí si lo he visto hacer cosas tan terribles como esa? La verdad es que… da miedo, y tengo una familia en qué pensar, así que… no es tan sencillo. De verdad lamento lo que te ha hecho, y lamento más no poder hacer algo para ayudarte. Solo quiero que entiendas que… yo, al igual que tú, intento sobrevivir. Espero que los dos tengamos suerte en eso.
El guardia sonrió genuinamente, apartó la silla y se inclinó a recogerme. Pasó mi brazo sobre su cuello y me levantó casi en peso. Yo arrastraba mis pies mientras él intentaba empujarme por la puerta de salida. Me llevó casi a rastras por todo el pasillo. Había puertas a ambos lados, todas tenían diferentes números y se veían muy similares a la mía. Abrió la que tenía el número 28 y nos introdujo en ella. Se acercó a un rincón y me dejó caer suavemente sobre el piso.
—Al menos ahora tendrás compañía—dijo y luego se giró para irse.
Cerró la puerta detrás de sí y entonces miré la nueva celda, era exactamente igual que la anterior, solo que en esta no había mesas ni sillas, solo en el centro estaba una persona, atada por las manos con una cadena que colgaba del techo.
—¿Quién está ahí? —preguntó, era Abigaíl, aún no tenía idea cómo había llegado hasta ahí.
Se esforzaba por girarse hacia mí, lo cual le era un poco complicado porque sus pies apenas si tocaban el suelo, tenía que estirarse para que las puntas de sus zapatos hicieran contacto con el piso y así poder girar lentamente.
—Diablos, ¿Esteban? ¡Que gusto que estés aquí! Ven, ayúdame con esto, ya no siento mis manos, llevo aquí una eternidad.
Honestamente, de haber sido el antiguo yo, habría ido a ayudar a Abigaíl, aunque no fuera mi persona favorita, juro por lo más sagrado que tenía, que no estaba en mi naturaleza dejar a alguien en problemas. Pero una gran parte de mi esencia se había perdido, tan solo deseaba quedarme ahí en el suelo. Me giré y le di la espalda.
—¿Esteban? ¿Qué te pasa? ¿No vas a ayudarme?
La escuché quejarse por la molesta fricción de las cadenas sobre sus muñecas.
—Diablos, Esteban, sé que no te agrado pero… esto es tortura, voy a perder mis manos si no me ayudas.
Mi silencio fue toda la respuesta que obtuvo.
—¿Qué fue lo que te hicieron? —preguntó—¿Acaso… te torturó?