Apenas había dormido unos veinte minutos cuando el sonido de la alarma de Daniel nos despertó a todos. Felipe lanzó un gruñido de exasperación, yo me cubrí hasta la cabeza con las cobijas y Daniel se cayó de la cama intentando estirar el brazo para alcanzar el reloj. Se levantó del suelo apresurado y resoplando.
–Lo siento, chicos–se disculpó–. No entiendo cómo mi mesa de noche se movió hasta allá.
Me extrañé de las palabras de Daniel y me descubrí la cabeza para ver a lo que se refería. La mesa de noche estaba torcida, despegada de la pared y con la parte trasera apuntando hacia la cama de Daniel. Al principio no entendí el inusual movimiento que había llevado a la mesa a transportarse hasta allá, pero luego recordé que yo la había golpeado durante la noche con la rodilla mientras buscaba mi pantalón. Volví a cubrirme la cabeza mientras Felipe farfullaba algo ininteligible.
– ¿No tienen que levantarse para ir a clase? –preguntó Daniel.
–No hasta las diez–renegó Felipe–. Deja dormir.
–Uy, lo siento.
Después de la reprimenda que Felipe le dio a Daniel, éste se movió de manera muy sigilosa mientras sacaba su ropa para irse a las duchas y no lo escuchamos más, al menos no hasta que volvió media hora después, para recoger su mochila y despedirse de nosotros susurrando un “adiós”.
Felipe no tuvo inconveniente para volver a dormirse, pero yo sí. La luz entraba ya muy clara por la ventana y no me dejaba conciliar el sueño, ni aunque me cubriera con las cobijas. Me rendí al cabo de veinte minutos y sólo me quedé ahí, recostado, mirando las caprichosas sombras que se formaban en los rincones de la habitación. Mi mano se dirigió debajo de mi almohada, donde había dejado el canon. La personalidad de Sabiduría me había parecido un tanto enérgica, así que no dudé en hacerle caso cuando me dijo que nunca debía alejar el canon de mí. Quería encontrar esa manera de hacerlo cambiar de forma, me daba curiosidad ver cómo sería eso posible.
Lo estrujé entre mis manos, lo sacudí, lo apreté con fuerza pero nada, siguió tan inmutable como un principio.
Bufé divertido, no podía creer que me hubiera tragado ese cuento de que podía cambiar de forma un objeto completamente sólido.
–Una pulsera habría quedado bien–susurré.
Debí imaginar lo que sucedió a continuación; si la noche anterior se había abierto al hablarle, era obvio que pidiéndole una forma, el canon la tomaría de inmediato. Lo solté sobresaltado, de nuevo, como la noche anterior. Sin embargo, esta vez cayó sobre la cama, sin producir ningún ruido y con su recién adquirida forma de esclava de oro.
– ¡Guau! –exclamé emocionado.
–Silencio–pidió Felipe adormilado y removiéndose en su cama–, quiero dormir por favor.
No le contesté y tomé la esclava en mis manos de nuevo. Los símbolos que antes había visto seguían ahí, solo que más pequeños y más apretujados entre sí. De inmediato la coloqué en mi muñeca y la observé. Se veía bastante bien y estaba hecha a mí medida, sin embargo, me pareció que se veía un poco pretenciosa. Ahora recordaba porque nunca antes había usado las esclavas que mi madre y mi padre me habían regalado. Todos desprecian a un rico que restriega su riqueza en la cara de otros. A mi pesar, la oculté debajo de la pulsera de cuero que Daniel me había regalado el día anterior.
No lo soportaba más, estar en la cama y no poder dormir era desesperante. Me levanté con el cansancio a cuestas y fui a ducharme. A estas horas, las duchas estaban más bien vacías y pude usar las regaderas a mis anchas, con toda el agua tibia para mí solo.
Sin embargo, el resto del día no me sentí tan cansado a pesar de haber dormido muy poco, estuve atento a las clases, a las tareas e incluso a la larga perorata de Felipe sobre lo hermosa que era la chica de la cafetería.
La primer semana de clases pasó tan ligera como se suponía, los maestros no se obsesionaban con encargar trabajos extra ni daban explicaciones fuera de la comprensión de cualquiera, eso elevaba los ánimos de todos y creaban la expectativa de que la universidad no era tan horrible como los de último año siempre decían. Además, la comunidad estudiantil se comportaba de manera más amigable, al menos mientras se descubrían quienes serían los brabucones y las víctimas. Desde un principio supe quién sería una de las víctimas, pero evité decir nada solo por ver si algo fuera de lo normal ocurría, pero no fue así. En la segunda semana de clases, cuando Felipe y yo salíamos de Introducción a la programación vi, por fracción de un segundo, a un chico bajo y de cabello negro siendo arrastrado hacia atrás de los baños por un tipo que fácilmente le sacaba veinte centímetros de estatura. Mi primer pensamiento fue que eso no era asunto mío, ese siempre había sido mi lema: No pelees batallas que no son tuyas. Y es que yo sabía que siempre habría bravucones en todas las escuelas, lo había aprendido desde la primaria, cuando Leví Montenegro se burlaba constantemente de mí y de mi torpeza para socializar con otros. Sin embargo, lidiar con Leví me había ayudado a conocerme a mí mismo. Mi padre siempre me ayudó y me animó a enfrentarlo con valentía. Nunca más Leví volvió a molestarme y yo jamás dudé de mí, ni de quién era. Quizá Daniel, a quién habían arrastrado tras los baños, necesitara aprender esa lección justo en ese momento.