¿Acaso la recompensa del bien no es el bien mismo?” (Corán 55:60)
Hasna llevaba ya tres semanas viviendo en una pequeña isla de las Maldivas, aunque no tenía ni idea de dónde se encontraba exactamente. Lo único que sabía con certeza era que no estaba en Bangladesh. Rodeada de aguas turquesas y playas de arena blanca, se había enamorado de la belleza natural de la isla. La jardinería se había convertido en su nuevo refugio, un escape pacífico que no solo le permitía cultivar la tierra, sino también una calma interior. Khala, quien había sido su guía en este nuevo pasatiempo, le había enseñado cómo cuidar las plantas, transformando el jardín trasero en un vibrante tapiz de vida.
Hamza era un hombre de pocas palabras, un misterio que aún no había logrado descifrar. Lo encontraba extraño, pero en ocasiones percibía una suavidad en él, una bondad innata que contradecía su naturaleza reservada. La mayor parte del tiempo se quedaba en su estudio, saliendo solo para las comidas o para rezar. En las últimas tres semanas, había salido de la casa únicamente tres veces, y en cada ocasión se había ausentado por dos o tres días.
Compartían habitación, pero Hasna lo evitaba tanto como podía. Desde su última conversación, no había hecho ningún esfuerzo por hablar con él. No podía negar que Hamza era devoto, rezaba cinco veces al día, y era educado y respetuoso con todos, incluida ella. Pero aun así, mantenía las distancias, desconfiada de sus intenciones.
Un día, Khala, quien cocinaba sus comidas, tuvo que regresar a su hogar, y en su lugar trajeron a una mujer maldiva. Hasna quedó profundamente decepcionada con la nueva comida; no se parecía en nada a los sabrosos platos bangladesíes a los que estaba acostumbrada. El curry era amargo y desabrido, y cada bocado le revolvía el estómago. Hamza no dijo nada, simplemente comía lo que podía antes de dejar la mesa.
Con el paso de los días, Hasna ya no pudo tolerar más esas comidas insípidas. Decidida a cambiar la situación, tomó cartas en el asunto. Entró en la cocina y preparó un festín bangladesí: curry de pollo, arroz, sopa de lentejas, pescado frito y varios tipos de *vorta*. Cocinó con el corazón, y el aroma de sus platos llenó toda la casa, evocando recuerdos de su hogar.
Cuando Hamza vio el banquete sobre la mesa, sus ojos se agrandaron con una mezcla de diversión, sorpresa y curiosidad. "¿Quién ha cocinado todo esto?" preguntó, aunque ya conocía la respuesta.
Hasna tomó un bocado de su arroz con curry, apenas mirándolo. "¿Quién más? Yo lo hice. No podía soportar más esa comida horrible. Tal vez no sea la mejor cocinera, pero al menos mi comida es comestible," dijo, su voz teñida de irritación.
Hamza la escuchó atentamente, observando cómo hablaba con una pasión inesperada. Por primera vez, la vio bajo una nueva luz: no era solo una figura callada y misteriosa, sino alguien con determinación y un amor por los pequeños placeres de la vida. Se dio cuenta de que tenía más capas de las que había pensado inicialmente, y quizá, incluso, era un poco habladora cuando el ánimo la acompañaba.
Después del almuerzo, Hamza regresó a su estudio, mientras que Hasna se dirigió al dormitorio para tomar una siesta. Cerró los ojos y rápidamente se sumió en un sueño profundo.
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Un suave sacudón en su hombro la despertó de su letargo. Hasna gimió, todavía a medio camino entre el sueño y la vigilia. Estaba soñando que navegaba un enorme barco, con delfines que danzaban en las aguas cristalinas a su lado. El sueño había sido vívido y hermoso, los gráciles movimientos de los delfines la llenaban de asombro. Aún podía sentir el calor del sol en su rostro, el viento en su cabello. Pero luego, una gran ola había aparecido en el horizonte, y al acercarse, ella había extendido la mano para defenderse, gritando aterrorizada.
El grito se cortó cuando abrió los ojos y vio a Hamza de pie junto a ella, sosteniendo un vaso de agua. Su rostro estaba mojado con gotas. Parpadeó, confundida, dándose cuenta de que él debió haberle rociado agua para despertarla. "El tiempo para Asr está por terminar. ¿No quieres rezar?" preguntó suavemente.
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Tras terminar su *salah*, Hasna se dirigió al estudio de Hamza. Al entrar, notó que estaba al teléfono, su expresión perpleja. Terminó la llamada abruptamente al verla, su ceño fruncido, pensativo.
¿Habrá escuchado algo? se preguntó, su mente acelerada.
"¿Por qué me rociaste agua en la cara?" exigió, su voz teñida de enojo. "¡Causaste un tsunami en mi sueño! ¿Y si me hubiera ahogado? ¿Y no me temes?" Hasna cruzó los brazos sobre el pecho, esperando su respuesta, con una mezcla de frustración y desconcierto.
El ceño de Hamza se acentuó, pero luego una sonrisa burlona asomó en sus labios. "¿Por qué? ¿Debería temerte?" replicó con voz ligera.
"¿Qué quieres decir con 'por qué'? ¿No sabes que he matado a siete hombres?" Hasna dio un paso hacia él, su voz baja y amenazante, pero se sorprendió por su reacción.
"Perdona, lo olvidé. Me aseguraré de recordarlo la próxima vez," dijo Hamza con tono despreocupado, levantando un expediente de su escritorio.
"¿Crees que estoy bromeando?" insistió, su frustración creciendo.
La expresión de Hamza se volvió más seria, y la miró directamente a los ojos. "No me atrevería. Pero creo que te has arrepentido de tus acciones, ¿no es así?"
Sus palabras dejaron a Hasna desconcertada. No esperaba una respuesta así, y por un momento, se quedó sin palabras. Sin contestar, se dio la vuelta para marcharse, incapaz de enfrentarlo por más tiempo.
"No debiste rociarme agua en la cara," murmuró mientras se dirigía a la puerta.
Antes de que pudiera salir, Hamza la llamó: "¡Oh creyentes! Protegeos a vosotros y a vuestras familias del Fuego cuyo combustible son las personas y las piedras, vigilado por ángeles formidables y severos que no desobedecen lo que Alá ordena, siempre ejecutando Sus mandatos."