Amor no es suficiente

Rutinas

Guillermo

El despertador sonó a las 7:30 a.m., interrumpiendo la quietud del cuarto. Guillermo se desperezó lentamente, acostumbrado a ese momento de transición entre el sueño y la rutina. Sabía que el día sería igual al anterior, y eso le brindaba una extraña calma. Saldría de la cama, se bañaría, desayunaría algo rápido y comenzaría su jornada.

Se levantó y caminó hacia el baño. El agua caliente de la regadera lo despertó por completo, mientras repasaba mentalmente las tareas del día. Cuando salió, Elizabeth ya estaba en la cocina, preparando un café. Su rutina era diferente: mientras Guillermo se alistaba para salir, ella aprovechaba las primeras horas del día para hacer cosas hogareñas, como regar las plantas, organizar la sala o planificar el día, ya que su jornada laboral no comenzaba hasta las 10 a.m. Se despidieron con un beso rápido, casi mecánico, antes de que Guillermo saliera de casa.

Su lugar de trabajo no estaba lejos. Llegó a la pequeña oficina, donde ya lo esperaban Pablo, Poncho y Mauricio. Los cuatro formaban un equipo de consultores de ciberseguridad, un trabajo que requería más cabeza que manos. Era una oficina sencilla, apenas un espacio con escritorios y computadoras.

“Buenos días,” saludó Guillermo al entrar. “¡Buenos! A ver si hoy no se cae el servidor otra vez,” respondió Mauricio con una sonrisa.

La mañana transcurrió entre risas y el sonido constante de los teclados. Los problemas eran los mismos: auditorías de seguridad, detección de vulnerabilidades, informes para clientes que parecían escritos en otro idioma. Guillermo apreciaba el ambiente tranquilo y la compañía de sus colegas, aunque no se consideraba cercano a ellos.

A la una de la tarde, hicieron una pausa para ir a la fonda de la esquina. El menú del día incluía sopa de fideo, arroz con pollo y un postre de gelatina. Guillermo disfrutaba esos momentos, en los que las conversaciones oscilaban entre lo trivial y lo técnico. A las dos estaban de regreso, listos para terminar el día.

A las cinco de la tarde, Guillermo cerró su computadora, despidiéndose de sus compañeros con un ademán. Al llegar a casa, se quitó los zapatos y se dejó caer en el sofá. Prendía el televisor para ver deportes o encendía la consola de videojuegos, según el humor del momento. Ese par de horas eran su refugio personal antes de que Elizabeth regresara.

A las ocho, Elizabeth entró por la puerta. Sus trajes de oficina reflejaban su estilo pulcro y profesional.

“Hola,” saludó, dejándose caer sobre la cama después de quitarse los tacones. Guillermo se acercó, le dio un beso y regresó a su espacio.

Ella se cambió de ropa y fue a la cocina a preparar la cena. Era una rutina bien ensayada: mientras ella cocinaba, él organizaba los platos. Comieron juntos en la sala, viendo una serie que ambos habían elegido por consenso semanas atrás. No había muchas palabras entre ellos, pero había una cierta comodidad en el silencio compartido.

Al final del día, apagaron el televisor y se dirigieron al dormitorio. Guillermo leyó un poco en su celular antes de quedarse dormido, mientras Elizabeth terminaba de acomodar unas cosas. Otro día había pasado igual que el anterior.

Elizabeth

El despertador sonó a las 7:30 a.m., pero Elizabeth Mora Calderón no tenía prisa. Su jornada laboral no comenzaba hasta las 10 a.m., y ella aprovechaba ese tiempo para organizarse. Se levantó, preparó un café y regó las plantas mientras escuchaba música suave. Después, subió al cuarto, donde seleccionó con cuidado su atuendo. Optó por un conjunto elegante, tacones que combinaban a la perfección y un peinado impecable que completaba su apariencia pulcra y profesional.

A las 9:30, salió de casa y se dirigió al corporativo donde trabajaba. Era un edificio imponente, con más de mil empleados por turno, funcionando como un engranaje perfectamente sincronizado. Elizabeth era supervisora de calidad, una posición que requería precisión y liderazgo. Al llegar, saludó a algunos colegas y subió a su isla de trabajo, compartida con cuatro compañeros.

Prendió su computadora y comenzó su día revisando correos. Algunos requerían respuestas inmediatas, otros instrucciones claras que giró a su equipo. La rutina inicial era intensa, pero Elizabeth lo manejaba con eficiencia. Una hora después, sintió la necesidad de un café. Caminó hasta la cafetería del edificio, donde el aroma a café recién hecho llenaba el aire.

Mientras se servía una taza, un agente de clientes VIP se acercó. “Siempre tan impecable, Elizabeth,” dijo, con un tono sutil y elegante. Ella sonrió con profesionalismo y agradeció el cumplido, pero no dio pie a más. Su enfoque estaba en el trabajo. Regresó a su lugar, renovada por el café, y continuó con sus labores.

A las 3 de la tarde, bajó a comer con sus compañeros de siempre: Jesús, Julio, Martha y Paula. La hora de comida era un momento de risas y desestrés. Hablaron de temas ligeros, bromearon y disfrutaron el menú del día. Elizabeth valoraba esos momentos de camaradería antes de volver a su ritmo acelerado.

La tarde fue igual de productiva. Asistió a una junta con gerentes, donde presentó números y estadísticas de desempeño. Sus informes eran claros y precisos, lo que le valió agradecimientos sinceros de los gerentes. Luego regresó a su escritorio para cerrar pendientes. A las 6 de la tarde, decidió tomar un respiro. Subió al último piso del edificio, donde disfrutó de la vista de la ciudad mientras fumaba un cigarro. Era un momento que amaba: la ciudad iluminada, el aire fresco y la sensación de estar en el lugar correcto.

Bajó renovada, respondió correos finales, envió los reportes del día y apagó su computadora. A las 7:30 p.m., se dispuso a regresar a casa. Al llegar, su rutina con Guillermo era tranquila. Se quitó los tacones, se cambió de ropa y preparó la cena. Luego se sentaron juntos a ver una serie o película. Al terminar, se dirigieron a la habitación, listos para descansar tras un día lleno de responsabilidades.




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