El funeral estaba siendo de lo más emotivo y melancólico posible, con un toque ligeramente agridulce, por lo menos para él. El joven hombre, de unos veintiséis o veintisiete años, estaba sentado en una posición recta, escuchando el sermón que el sacerdote daba.
—La muerte no es el final… —Exclamaba el anciano con fuerza mientras sus manos temblaban un poco.
No, no lo era, aunque muchos lo vieran de esa manera. En lo personal, él no sabía qué opinión creer acerca de eso, pero lo que sí sabía es que no se sentía con ánimos de seguir fingiendo esa indiferencia que lo caracterizaba en situaciones difíciles, después de todo, era su padre el que se encontraba en ese ataúd. Al final decidió seguir con ese semblante impasible, de seguro después habría más tiempo para llorar a solas, sin que nadie lo interrumpiera o le dijera sus consuelos triviales como «ya está en un lugar mejor» o «estaba sufriendo mucho, ahora ya está descansando»; ¡ellos qué sabían!
Habían asistido muchas personas que él conocía, pero pocas con las que se llevaba muy bien. Alguno que otro compañero de trabajo y su jefe, o uno que otro familiar que sintió la obligación de ir, pero en ese momento no los podía ver porque se encontraba sentado en la primera fila.
Volteó a ver de reojo a su madrastra y a sus dos hijos, que se encontraban en la misma banca que él. No los consideraba su familia real, de hecho los encontraba exasperantes y odiosos pero nunca le dijo nada a su padre, no quería causarle más preocupaciones de las que ya tenía. La mujer, cuyo nombre era Juliana, se encontraba limpiando una que otra lágrima de vez en cuando, pero él nunca supo si fue por hipocresía o porque en verdad estaba triste. El hijo se encontraba entre dormido y despierto, tenía los ojos entrecerrados y de vez en cuando cabeceaba. La hija estaba seria, al igual que él, pero la diferencia era que ella no fingía su frialdad y aun peor, su mente divagaba en otras cosas y no prestaba nada de atención.
«Bola de embusteros» pensó. ¿Cómo su padre pudo fijarse en una mujer tan banal como Juliana después de haber estado con una persona tan buena como lo fue su madre? En ese momento la recordó y sintió que las ganas de llorar se apoderaban de él con más fuerza. Recordó sus caricias, sus cantos para arrullarlo cuando era pequeño, la voz suave y angelical que usaba para consolarlo. También rememoró cuando todavía eran una familia feliz, los tres juntos, como un gran equipo. Lástima que no duró mucho.
Después del funeral, sus conocidos se acercaron a él, a Juliana y a los chicos para darles el pésame.
—Lo siento mucho, Vicente —le dijo un hombre que para él era lo más cercano a un amigo y cuyo nombre era Germán—. El señor Ortega ya está descansando. —¡Otra vez con eso! ¿En serio no tenían otras palabras para consolar?
Vicente no respondió. Cuando terminó todo el protocolo que había que cumplir en el funeral y despidió a sus conocidos con agradecimiento sincero, él regresó con su no-familia a la mansión que le heredó al señor Facundo Ortega. El asunto era que, cuando murió la madre de Vicente, él se quedó solo viviendo con su padre hasta que entró a la universidad. Ambos habían estado juntos desde siempre y se apegaron aún más el uno al otro desde aquella tragedia, época en la que él tenía como doce años; no se separaban para nada, al igual que una uña con su mugre… pero siempre llega el momento en que se debe limpiar esa mugre, ¿no? Facundo no quería que él estudiara fuera, pero no le iba a negar a su hijo la posibilidad de entrar a una universidad prestigiosa fuera del país para que además perfeccionara su inglés. Al final ambos se tuvieron que separar y, como Facundo era un hombre que odiaba la soledad, conoció a Juliana, una señora de buenos modales y aspecto refinado, y comenzó a salir con ella.
Vicente se sintió traicionado por este hecho, pero nunca expresó su inconformidad. Una parte de él comprendió que su padre estaba viejo, solo y necesitaba a alguien, así que disminuyeron su molestia y decepción, pero volvieron el doble de fuerte cuando conoció a la mujer y a los dos engendros del mal; por lo que le contaba su padre, esperaba encontrar a una mujer amable, risueña y alegre, y a unos angelitos educados y simpáticos, porque él en verdad se imaginaba que eran niños pequeños, pero cuando los conoció… ¡Oh, decepción! Él sentía que solo se acercaron a Facundo por su dinero, pero como lo vio tan feliz y la acusación podía sonar un tanto egoísta, decidió callar. Al final y para su mala suerte, Facundo se terminó casando con Juliana y la llevó, junto con sus hijos, a vivir en su mansión.
Cuando terminó su carrera, Facundo creyó que su hijo regresaría a casa para poder estar todos juntos, pero Vicente no pensaba regresar ahí, no cuando esa gente extraña ya había invadido su espacio. Estaba muy seguro que habría incomodidad por parte de todos, así que mejor buscó un trabajo para entretenerse, un departamento y solo los iba a visitar cuando era estrictamente necesario, cosa que le pesó con toda su alma pocos años después, pues su padre quería pasar más tiempo con él pero nunca le dio chance por la excusa de su no-familia.
A pesar de toda aquella situación, Facundo nunca cambió su testamento y al final él quedó como propietario de la mansión y toda su fortuna, cosa que desagradó por completo a Juliana. Vicente, como dueño y señor de aquella residencia, podía echar patitas a la calle a aquellos hipócritas, pero no lo hizo, no se sentía con ganas de hacer una mala obra, tal vez después, cuando se pasara su arrepentimiento y tristeza, pero no en ese momento, que acababa de morir su padre; después de todo, él les tenía cariño.