Todo el domingo, Vicente estuvo encerrado en su habitación y, posteriormente, en la oficina. Ni siquiera bajó a desayunar o a comer, le pidió a Ágata que le llevara la comida al cuarto porque según estaba muy ocupado haciendo quién sabía qué cosas. Mientras Juliana desayunaba con sus hijos y se preguntaba dónde rayos estaba Vicente, Valeria les comentó lo que pasó la noche anterior.
—Oh, vaya. —Juliana alzó una ceja—. Con razón te está evitando. Dale tiempo.
—Aún no me lo creo —murmuró Flavio—. ¿Y qué sentiste al besarlo? ¿Te gustó?
Valeria hizo una mueca de desagrado pero pensó que el beso no fue tan desagradable como creyó que sería. «Tal vez porque no duró nada» especuló.
Vicente, por su parte, no tenía idea de cómo lidiar con eso. La noche anterior ni siquiera durmió bien porque se quedó pensando en cómo se fueron desarrollando las cosas hasta ese momento y esa misma mañana trató de encontrar el motivo, aunque no encontraba ninguna explicación lógica. «Bueno, ella me había estado coqueteando… La vez más descarada fue cuando me dio el masaje pero… ¿Por qué…? No entiendo… Tal vez fue mi culpa, no la detuve desde un principio… Aún no entiendo por qué» cavilaba sin llegar a ninguna respuesta. «¿Será porque he sido amable…? No creo que tenga que ver. ¿Qué pasa por la mente de esa jodida niña? ¡Siempre me ha exasperado y ahora me sale con esto!».
Sin quererlo se quedó pensando en el día en que la conoció. Recordó que ese día había estado feliz, pues vería a su padre después de algún tiempo de estar separados y además conocería a su novia y a sus dos hijos. Ágata, a pesar de contar en ese momento con dieciocho años, ya trabajaba para Facundo. La joven se presentó con amabilidad y llevó a Vicente al jardín, donde estaban colocadas unas sillas blancas de metal y una mesa redonda. Allí estaban todos, esperándolo. Facundo puso una expresión de alegría al verlo y le presentó a todos. La señora de cabello rubio oscuro le sonrió y le tendió la mano.
—¡Con que tú eres el famoso Vicente! He oído muchas cosas buenas de ti. Mi nombre es Juliana Huerta, mucho gusto.
—Mucho gusto, Juliana. Mi nombre es Vicente.
A Vicente le pareció no haber conocido nunca persona más falsa que ella. La encontró odiosa pero cuando conoció a sus hijos, sintió que Juliana no era la peor allí. Él estaba esperando conocer a unos niños de entre seis y ocho años, máximo, no un púber de doce años y una adolescente de catorce. Trató de darles una oportunidad y se presentó con ellos.
—Mucho gusto, soy Vicente, me alegra por fin conocerlos. —Le costó mucho decir esas mentiras pero tuvo que hacerlo, por su padre. Primero le extendió la mano a la hermana mayor. Valeria en ese entonces era una niña flaca con cabello larguísimo, aunque su rostro de muñequita no había cambiado mucho; sus grandes ojos lo examinaron con atención mientras él le estuvo hablando.
—Mucho gusto, soy Valeria. —Le extendió su manita sostenida por huesudo brazo. En lo que le daba la mano, Vicente pudo notar que su mirada reflejaba cierto desinterés y hasta desagrado de tenerlo frente a ella.
—Yo soy Flavio —sonrió el chico. Él era el que parecía más amable y le extendió su mano con rapidez. A Vicente no le desagradó tanto en ese momento. Al contrario de su hermana, Flavio era un chico un poco rellenito y sus ojos azules reflejaban curiosidad.
Vicente comenzó a hablar con los adultos, que le hacían preguntas acerca de la universidad o de su estancia, cómo se la estaba pasando, si tenía muchos amigos, etc., mientras los niños estaban cuchicheando cosas entre ellos y riendo “silenciosamente”. Estaban burlándose de Vicente y este último lo notó porque Flavio, a diferencia de Valeria, no era muy discreto. «Malditos escuincles».
«¿Entonces por qué?» siguió pensando en el momento en que dejó de recordar cómo conoció a los engendros y a la perra loca de su madre. «Esa chiquilla… no, ella ya no es una niña» recordó lo guapa que se veía con el vestido rosa puesto, la forma en que se marcaban sus curvas y la manera sensual en que sus labios rojos se movían cada vez que hablaba o reía de algo. «¡Vicente, no pienses eso!» Se regañó a sí mismo, «¡está mal!». Su cabeza estaba hecha un rollo y sentía que explotaría en cualquier momento. «Agh, todo es culpa de Valeria».
—Valeria… —susurró. Apretó los puños con fuerza cuando se dio cuenta de que se le escapó decir ese nombre y que, aun peor, le sonó muy dulce para sus oídos. «Maldición».
***
El siguiente día, a la hora del almuerzo, Germán fue por Vicente a su cubículo y lo llevó a un lugar cerca del trabajo donde servían comida rápida. Tenían media hora para comer, ya habían pasado quince minutos y aún no les llevaban su orden.
—Joder, ¡cuánto tardan los méndigos…! Oye, platica, ¿cómo te fue el sábado con Abigail?
Vicente no le respondió, no porque no hubiera querido sino porque no escuchó su pregunta. Seguía muy distraído.
—Vicente… ¿Vicente…? Tierra llamando a Vicente… ¡Vicente! —Le tronó los dedos.
El joven frunció el entrecejo con molestia.
—No me truenes los dedos… ¿Qué carajo quieres?
—¿Qué te pasa? ¿Por qué andas tan despistado? ¿Qué te hicieron?