La mañana del día de su cita con Vicente, Valeria se encontraba sentada en su cama con expresión neutra, pensando en lo horrible que era. Aún seguía pasando las tardes con Vicente y en verdad disfrutaba su compañía, pero por las noches, cuando estaba sola, se ponía a pensar en todo y su culpa creciente la carcomía. Volteó hacia el espejo de su tocador y contempló su imagen. «Esta fachada de chica hermosa es una farsa, ¡soy horrible!» pensó, recordando todas las cosas que la hicieron sentir muy culpable a su corta edad. Ese sentimiento no era desconocido para ella, varias veces lo sintió, pero conmemoró las veces que más la hicieron concebirse como una persona terrible.
La primera vez tenía como unos ocho años. Había estado muy enojada porque su mamá no quiso llevarla a la fiesta de una amiguita porque se portó mal, le contestó con una grosería cuando le llamó la atención porque no hacía sus tareas. Estuvo tan enfadada por no haber ido a la fiesta a la cual todas las demás niñas de su salón asistirían, así que se le hizo fácil tomar una figurita de porcelana que tenía la forma de unos novios, esa que la abuela le regaló a Juliana cuando se casó, y sin pensarlo dos veces la azotó contra el suelo. En seguida se encerró en su habitación y unas horas después, cuando Juliana la llamó junto con Flavio para preguntar qué había pasado, intentó echarle la culpa a su hermanito.
—Yo no fui, mamá —insistió el pequeño, cuyos ojos se estaban comenzando a llenar de lágrimas.
—Valeria, ¡¿quién fue?! —Exigió saber.
—Mamá… —En ese momento volteó a ver a Flavio, que ya se había soltado a llorar, y no se sintió capaz de traicionar de esa manera a su pequeño hermano—. Fui yo —aceptó finalmente—. Pero fue un accidente —mintió. Pensó que la mentira fue en vano y que la iban a regañar y a castigar de la peor manera, pero para su sorpresa, vio que su mamá solo asintió con la cabeza.
—Está bien, entiendo.
Juliana comenzó a recoger los pedazos de la figurita mientras comenzaba a llorar en silencio, tratando de que sus hijos no la vieran. Esa figurita era el único recuerdo que tenía de su madre y su hija lo destruyó de forma cruel, claro que pensó que fue un accidente y no la castigaría por ello, total, esa clase de eventos siempre ocurren, pero Valeria fue la única que supo la verdad. La niña sintió un nudo en la garganta al ver a su madre de esa manera y a su hermanito lloriqueando porque ella intentó echarle la culpa.
«Mamá tiene razón, siempre he sido egoísta» caviló. En seguida recordó la segunda vez que se sintió horrible. Esa fue la peor de todas, sin duda alguna, y tuvo que ver con su padre. Para ese entonces Valeria tenía como doce años, y fue por esas fechas cuando su papá y Juliana comenzaron a llevarse muy mal; casi todas las noches se escuchaban gritos y peleas, pero esa noche la situación se estaba descontrolando. Su madre no quería platicarles mucho de la situación pero por lo poco que había oído, se enteró de que su padre se había endeudado hasta el cuello y no tenía con qué pagar, casi no les daba nada y solo llegaba en la noche para discutir con Juliana. En un momento en que los gritos se hicieron más fuertes, Flavio entró a su habitación y se acurrucó junto a ella; posteriormente se tapó los oídos y sollozó un poco. Valeria atrajo a su hermanito hacia ella y lo abrazó con fuerza mientras acariciaba sus cabellos con delicadeza.
—Ya, ya, todo pasará, tranquilo —le susurró cuando el niño dejó de taparse las orejas y se aferró a ella en un fuerte abrazo.
La verdad era que estaba furiosa con ese hombre, ¿cómo se atrevía a hacerles eso? Al siguiente día había clases y él sólo se aparecía para hacer enojar a su madre y turbarles la paz con su griterío. En ese momento había escuchado un azote de la puerta y supo que el hombre se había ido. Fue cuando deseó con todas sus fuerzas que su padre se largara para siempre de sus vidas y que no regresara jamás, pensó que tal vez eso sería lo mejor para su madre y para ellos. Pero al día siguiente, cuando al volver de la escuela se enteró de que su padre, efectivamente, se había largado sin despedirse ni nada, se sintió horrorizada. Especuló que tuvo que ver con ella, que sucedió eso porque ella lo pensó. La culpa la hizo sentir demasiado mal, pues a menudo veía a su madre llorando por su ausencia, porque sí lo amaba, y porque no tenían nada, pues los dueños de la casa en que vivían les recordaba a menudo sus deudas y rentas atrasadas y amenazaban continuamente con sacarlos de allí.
Unos meses después se enteraron de que su padre se suicidó, y asistieron al funeral y a los rezos que los suegros y cuñados de Juliana hicieron; curiosamente no sintió tristeza ni abatimiento, más bien estuvo la mayoría del tiempo con indiferencia, claro, hasta que su culpa regresó al ver a su mamá llorando amargamente por la defunción de su primer esposo.
Tiempo después, cuando Juliana se casó con Facundo, se terminaron de despegar completamente de la familia de su padre, que a menudo le echaba la culpa a Juliana por el suicidio del hombre. Ni quiera les importó que ellos les ofrecieron techo durante un rato, pues sus constantes quejas y reclamaciones los hacían sentir completamente desligados a aquella gente. Para Valeria hasta fue un alivio ya no ir a verlos, porque sus abuelos paternos y sus tíos eran muy estrictos y a ella le parecían exasperantes. Años después la joven pensó que tal vez sí había sido lo mejor que se hubiera muerto aquel hombre que una vez se hizo llamar su padre, pues ya siendo viuda, Facundo pudo tomar a Juliana como esposa y no como amante.