Amor real entre tradiciones

Capítulo 1: El regreso de Astrid

El cielo de Copenhague amanecía plomizo, con nubes que parecían cargar con los secretos de la ciudad. Desde la ventanilla del coche oficial, Astrid Møller observaba cómo las calles adoquinadas, los cafés con flores en las terrazas y las torres de Amalienborg se deslizaban como postales de una vida que había dejado atrás. Cuatro años en Londres la habían cambiado, pero Copenhague seguía igual, como si el tiempo se negara a moverse sin ella.

—¿Estás segura de esto, Astrid? —preguntó Nikolaj, su hermano mayor, desde el asiento delantero. Con su postura rígida y el ceño fruncido, parecía más un guardaespaldas que el diplomático en ciernes que era.

—Es solo una cena de bienvenida, Nik. No seas dramático —respondió Astrid, jugueteando con un mechón de su cabello castaño. Su tono era ligero, pero sus dedos delataban un nerviosismo que no podía ocultar.

Emil, sentado a su lado, soltó una risa seca y cruzó los brazos. Su chaqueta de cuero contrastaba con el ambiente formal del coche.

—Nada es "solo" cuando se trata de los Valdemar. —Le lanzó una mirada cómplice—. Y menos cuando Christian te mira como si fueras el maldito tesoro nacional.

Astrid puso los ojos en blanco, aunque un calor leve subió por sus mejillas.

—No empieces, Emil. Ya tengo suficiente con las indirectas de papá sobre "mantener las apariencias".

Nikolaj giró la cabeza desde el frente, alzando una ceja.

—¿Apariencias? Lo que papá quiere es que no hagas enojar a la reina. Otra vez.

—¡Eso fue una vez! —protestó Astrid, riendo a pesar de sí misma—. Y no fue mi culpa que el embajador francés pensara que le estaba coqueteando. Solo le ofrecí un pastel.

Emil soltó una carcajada.

—Un pastel que le tiraste en la camisa porque tropezaste. Clásico Astrid.

El coche se detuvo frente a la entrada lateral de Amalienborg, y los tres hermanos compartieron una mirada que mezclaba diversión y cautela. Sabían que esa noche no sería solo una cena. Era un reencuentro, un regreso al pasado que ninguno había olvidado del todo.

El salón principal del palacio estaba iluminado por arañas de cristal que arrojaban destellos dorados sobre las mesas cubiertas de lino blanco. La recepción, aunque íntima para los estándares reales, rebosaba de elegancia: copas de vino tinto, centros de mesa con rosas blancas y el murmullo de conversaciones educadas. Astrid, con un vestido azul medianoche que resaltaba sus ojos verdes, se sentía fuera de lugar, como si su vida en Londres la hubiera desacostumbrado a tanto protocolo.

Nikolaj y Emil, a su lado, intercambiaban comentarios en voz baja sobre los invitados, burlándose discretamente de un duque que parecía más interesado en el vino que en la conversación. Pero Astrid apenas los escuchaba. Sus ojos se desviaban hacia la entrada, esperando —o temiendo— el momento en que él aparecería.

Christian Valdemar, el príncipe heredero, entró al salón con la naturalidad de quien sabe que todas las miradas están sobre él. Su traje azul oscuro, impecable, contrastaba con el leve desorden de su cabello rubio, como si acabara de escapar de una reunión interminable. Lo seguían sus tres hermanos menores —Nikolai, Felix y Henrik— y la pequeña Sofía, de cuatro años, que se aferraba a la mano de su niñera con un vestido rosa que parecía sacado de un cuento de hadas.

Cuando Christian vio a Astrid, su paso vaciló por un instante. Luego, una sonrisa diplomática curvó sus labios, aunque sus ojos azules traicionaban algo más profundo.

—Astrid Møller —dijo al acercarse, su voz cálida pero cargada de algo indefinible—. O debería decir... la ausente más difícil de ignorar.

Ella inclinó la cabeza en una reverencia ligeramente burlona, incapaz de resistirse a su tono.

—Su Alteza... qué formal. Te estás volviendo aburrido, Christian.

Él rió, un sonido genuino que rompió la tensión entre ellos.

—¿Y tú sigues hablándome como si no hubieran pasado mil días desde la última vez? —Hizo una pausa, bajando la voz—. ¿O es que Londres te enseñó a olvidar a tus viejos amigos?

Astrid sintió un nudo en el pecho. Antes de que pudiera responder, una pequeña figura se lanzó contra ella.

—¡Astrid! —gritó Sofía, abrazando sus piernas con tanta fuerza que casi la hace tambalearse.

—¡Mi princesa favorita! —Astrid se agachó, riendo, y alborotó el cabello de la niña—. ¿Cómo estás tan grande? ¿Ya te dejaron gobernar el reino?

Sofía soltó una risita, mostrando un hueco donde le faltaba un diente.

—¡No, pero Christian dice que puedo ser reina de los pasteles!

Nikolai, el segundo mayor de los Valdemar, se acercó con una sonrisa traviesa.

—Cuidado, Astrid. Sofía es una tirana con los postres. Ya nos tiene a todos escondiendo los pasteles para que no los robe.

Felix, el tercero, se unió con un guiño.

—Y mamá dice que Christian se pone insoportable cuando estás cerca, así que prepárate.

Astrid se quedó helada, sus mejillas ardiendo, mientras Henrik, el menor de los hermanos varones, soltó una carcajada y añadió:

—Lo peor es que lleva enamorado de ti desde los quince. Pero nadie quiere hablar de eso, ¿verdad?

El salón pareció detenerse por un instante. Los invitados seguían sus conversaciones, ajenos, pero Astrid sintió todas las miradas sobre ella. O tal vez solo era la de Christian, que no se apartaba, intensa y silenciosa.

—Henrik —dijo Christian, su voz baja pero firme—. ¿No tienes un discurso que practicar o algo por el estilo?

Henrik alzó las manos en señal de rendición, pero su sonrisa no desapareció.

—Solo digo la verdad, hermano. No me culpes.

Nikolaj, que había observado todo desde un rincón, se acercó con una copa de vino en la mano y un brillo divertido en los ojos.

—Esto se está poniendo interesante —murmuró, dándole un codazo a Emil—. ¿Apuestas? ¿Cuánto tarda Christian en arrastrar a Astrid a un rincón para "hablar"?

Emil soltó una risa nasal.



#5143 en Novela romántica

En el texto hay: amor, realeza

Editado: 23.12.2025

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