El sol apenas rozaba los tejados de Copenhague, tiñendo el cielo de un rosa pálido que se colaba por las ventanas de la biblioteca de Amalienborg. Astrid Møller abrió los ojos lentamente, aún envuelta en la manta que compartía con Christian Valdemar. Él dormía a su lado en el sofá de cuero, su brazo rodeando su cintura con una naturalidad que le aceleró el corazón. Por un instante, dudó de si todo había sido real: la confesión, el beso, la noche que habían pasado hablando y riendo hasta que el sueño los venció. Pero el calor de su piel y el ritmo tranquilo de su respiración eran pruebas irrefutables.
—Astrid… —murmuró Christian, su voz ronca al despertar, los ojos entrecerrados mientras la miraba—. Sigues aquí.
Ella sonrió, apoyando la barbilla en su pecho.
—¿Dónde más estaría? ¿Escapándome por la ventana como en una novela mala?
Él rió suavemente, atrayéndola más cerca para besar su frente.
—Tengo miedo de que esto desaparezca en cuanto salgas de esta habitación —confesó, su voz más seria ahora, vulnerable en una forma que pocas veces dejaba ver.
Astrid entrelazó sus dedos con los de él, sintiendo el peso de sus palabras.
—No lo hará. —Hizo una pausa, mirando hacia las estanterías como si buscaran respuestas—. Pero tú eres el heredero, Christian. Y yo… soy la hija del embajador. Sabes lo que viene después.
Él se incorporó un poco, apoyándose en un codo para mirarla de frente.
—El escándalo —dijo, con una media sonrisa que no ocultaba la gravedad en sus ojos—. La reina madre con migraña. La prensa volviéndose loca. Tus hermanos queriendo matarme.
—Los dos hermanos queriendo matarte —corrigió ella, riendo a pesar de la tensión—. Nikolaj probablemente te desafiara a un duelo, y Emil… bueno, Emil te enterraría en sarcasmos primero.
Christian soltó una carcajada, pero antes de que pudiera responder, un ruido en el pasillo los hizo congelarse. Pasos ligeros, casi inaudibles, se detuvieron frente a la puerta entreabierta de la biblioteca. Astrid contuvo el aliento, y Christian se tensó, su mano apretando la de ella.
La puerta crujió, y Freja, la novia de Nikolaj, apareció en el umbral. Llevaba una bata de seda azul celeste, el cabello rubio recogido a medias, y una expresión de sorpresa que rápidamente se transformó en algo más afilado. Sus ojos recorrieron la escena: Astrid y Christian, enredados en una manta, descalzos, demasiado cerca en un sofá que parecía gritar indiscreción.
—Oh… por Dios —dijo Freja, su voz un susurro cortante.
Astrid se levantó de un salto, enredándose torpemente en la manta y casi tirando la copa de vino olvidada en la mesa.
—¡Freja! — exclamó, su rostro encendiéndose—. Esto… no es lo que parece.
Christian, más rápido en recomponerse, se puso de pie, buscando su camisa entre los cojines con una calma que no sentía.
—No es lo que parece —dijo, aunque su tono vacilante lo traicionó. Se aclaró la garganta, intentando sonar firme—. Quiero decir, no es… un error.
Freja alzó una ceja, cruzándose de brazos con una precisión que recordaba a una institutriz desaprobando a sus pupilos.
—¿Ah, no? Porque lo que parece es que la hija del embajador acaba de pasar la noche con el futuro rey de Dinamarca en una biblioteca que no tiene cerradura. —Hizo una pausa, su mirada pasando de Astrid a Christian—. ¿O me estoy perdiendo algo?
Astrid dio un paso adelante, su voz temblando pero decidida.
—Freja, por favor. No es un capricho. No fue… algo improvisado. —Tragó saliva, buscando las palabras—. He amado a Christian desde que tenía diecisiete años. Solo que me tomó demasiado tiempo aceptarlo.
El silencio que siguió fue tan pesado que parecía vibrar. Freja los miró a ambos, sus labios apretados en una línea fina. Luego, su expresión se suavizó, pero solo un poco.
—¿Y Nikolaj sabe esto? —preguntó, su tono más frío ahora—. ¿O solo yo tengo el privilegio de tropezar con este pequeño… secreto?
Christian intervino, dando un paso para colocarse al lado de Astrid.
—Nikolaj no sabe nada. Y, con todo respeto, Freja, esto no es asunto suyo. Astrid es libre de estar con quien quiera, y yo también.
Freja soltó una risa corta, casi incrédula.
—¿Libre? ¿El heredero al trono? —Sacudió la cabeza, su mirada fija en Christian—. ¿Sabes qué es lo peor de todo esto? No que estén juntos. Sino que lo escondan. Como si no supieran el tipo de terremoto que están a punto de desatar. Como si no supieran cuánto daño puede hacer esto a las dos familias.
Astrid sintió un nudo en el estómago. Las palabras de Freja eran un eco de sus propios temores, los que había intentado ignorar desde la noche anterior.
—Freja, no estamos escondiéndonos —dijo, aunque la mentira pesaba en su lengua—. Solo… necesitamos tiempo. Para entender cómo manejar esto.
Freja la miró fijamente, como si evaluara su sinceridad. Luego, sin otra palabra, dio media vuelta y salió, dejando la puerta entreabierta. El sonido de sus pasos se desvaneció en el pasillo, pero la tensión que dejó atrás era palpable.
Christian suspiró, pasándose una mano por el cabello.
—Esto no pinta bien —murmuró, girándose hacia Astrid—. ¿Crees que se lo dirá a Nikolaj?
Astrid se dejó caer en el sofá, cubriéndose el rostro con las manos.
—Freja no es de las que guardan secretos. Y Nikolaj… Dios, va a querer matarte. Y luego a mí.
Christian se sentó a su lado, tomando su mano con suavidad.
—Que lo intente. No pienso dejar que nadie nos separe otra vez. —Hizo una pausa, su voz más suave—. Pero necesito saber que estás conmigo en esto, Astrid. De verdad.
Ella levantó la mirada, sus ojos verdes brillando con una mezcla de miedo y determinación.
—Estoy asustada, Christian. No de nosotros, sino de… todo lo demás. Tu familia, la mía, la prensa, el maldito protocolo.
Él sonrió, apretando su mano.
—Entonces, estamos juntos en el miedo. Pero también en lo otro. —La miró con una intensidad que le robó el aliento—. En lo que sentimos. En lo que somos.