El despacho del embajador Møller en el ala diplomática de Copenhague era un santuario de orden y autoridad. Estanterías de caoba repletas de libros sobre política internacional, retratos enmarcados con dignatarios de medio mundo y la bandera danesa en una esquina creaban una atmósfera de respeto silencioso. Para Astrid, ese lugar siempre había sido sinónimo de su padre: un hombre exigente, brillante y, a su manera, cariñoso, pero con expectativas que pesaban como una corona invisible.
Sentada frente a él en un sillón de cuero, Astrid intentaba disimular el nudo en el estómago. Su padre, con el cabello gris perfectamente peinado y un traje impecable, la observaba desde el otro lado del escritorio con esa calma calculada que reservaba para negociaciones importantes.
—¿Me mandaste llamar? —preguntó Astrid, acomodándose en el asiento, sus manos entrelazadas para ocultar el leve temblor.
El embajador Møller ajustó sus gafas, meditando sus palabras como si estuviera redactando un tratado de paz.
—Astrid, sabes que no acostumbro a involucrarme demasiado en tus decisiones personales… pero esta vez se trata de algo importante. Algo que podría marcar el inicio de tu carrera real.
Ella alzó una ceja, intrigada a pesar de la ansiedad.
—¿Qué sucede, papá?
—Recibí una llamada del Ministerio de Relaciones Exteriores —comenzó, su voz firme pero no desprovista de orgullo—. Me ofrecieron una posición diplomática junior para ti en la embajada danesa en Estocolmo. Es una pasantía de seis meses, con posibilidad de quedarte indefinidamente. Serías la asistente del agregado principal en temas de cooperación cultural y educación. Es una oportunidad excepcional.
Astrid parpadeó, procesando la información. Suecia. Tan cerca de Copenhague, y al mismo tiempo, a un mundo de distancia. Su mente se llenó de imágenes: Christian, la biblioteca, la noche anterior, sus palabras resonando como una promesa. Pero también su propia ambición, los años en Londres estudiando relaciones internacionales, los sueños que había forjado mucho antes de que su corazón complicara todo.
—¿Cuándo tengo que decidir? —preguntó, su voz más firme de lo que sentía.
—Lo antes posible. Quieren que viajes en dos semanas, si aceptas. El puesto no va a esperar mucho.
Ella tragó saliva, sintiendo el peso de la decisión como una losa.
—¿Tú crees que debería irme?
El embajador entrelazó las manos sobre el escritorio, inclinándose ligeramente hacia ella.
—Eres brillante, Astrid. Siempre lo has sido. Sabes moverte entre políticos mejor que muchos diplomáticos en activo. Esta es tu puerta de entrada al cuerpo diplomático. No te estoy presionando… pero sí te estoy diciendo que esto no es algo que se ofrezca a cualquiera.
Astrid asintió, casi en automático, y se despidió con una sonrisa educada antes de salir del despacho. Sus pasos resonaban en el pasillo, pero su mente estaba en otra parte, atrapada entre el deber y el deseo.
Horas después, Astrid caminaba sin rumbo por los jardines privados de Amalienborg, con el viento frío del atardecer rozando su rostro. Llevaba un abrigo largo sobre el vestido de la noche anterior, y el corazón le latía con una mezcla de euforia y pánico. El jardín, con sus rosales perfectamente podados y el estanque que reflejaba el cielo plomizo, era el mismo donde Christian le había jurado que no la dejaría ir. Pero ahora, con la oferta de Estocolmo colgando sobre ella, ¿cómo podía quedarse?
—¿Estás huyendo de nuevo? —La voz de Christian la sacó de sus pensamientos. Estaba apoyado en la baranda de piedra, con una chaqueta azul oscuro y los ojos clavados en los suyos, como si ya supiera que algo no iba bien.
Astrid se detuvo, girándose hacia él. La brisa le alborotó el cabello, y por un instante, deseó correr hacia él y olvidar todo lo demás.
—No estoy huyendo —dijo, aunque su voz tembló ligeramente—. Me ofrecieron un puesto en Suecia.
Christian se enderezó, su expresión endureciéndose.
—¿Y lo aceptaste?
—No todavía.
—¿Pero quieres hacerlo? —preguntó, dando un paso hacia ella, su tono más suave pero cargado de urgencia.
Astrid bajó la vista, apretando las manos dentro de los bolsillos del abrigo.
—Es una oportunidad increíble, Christian. Todo por lo que he trabajado. Mi padre dice que es mi puerta al cuerpo diplomático. —Hizo una pausa, buscando las palabras—. Pero luego estás tú. Y lo que siento. Y no sé cómo hacer que todo encaje.
Christian cerró la distancia entre ellos, deteniéndose a pocos centímetros. Sus ojos buscaban los de ella, como si pudiera leer cada duda, cada miedo.
—¿Y nosotros? —preguntó, su voz baja, casi un susurro—. ¿Dónde encajamos en ese plan?
Ella levantó la mirada, y por un segundo, el mundo se redujo a ellos dos. El amor, la incertidumbre, el dolor de lo que podía perderse.
—Nosotros no existimos oficialmente —dijo, su voz rompiéndose—. Somos un secreto, Christian. Uno que Freja ya descubrió. ¿Qué crees que pasará cuando el Consejo Real se entere? ¿O la prensa? ¿O cuando mi padre me mire como si hubiera traicionado todo lo que él ha construido?
Christian la tomó de los brazos, su agarre firme pero gentil.
—No voy a dejar que te vayas sin luchar, Astrid. No después de lo que compartimos anoche. No después de lo que dijiste. —Hizo una pausa, su voz suavizándose—. Pero tampoco voy a retenerte si esto es lo que quieres para ti. Te amo. Con o sin títulos. Con o sin corona. Solo… dime la verdad.
Astrid sintió el aire atraparse en su garganta. Quería gritar que lo amaba, que no quería irse, pero las palabras se enredaban con el peso de la realidad.
—Te amo, Christian —admitió, su voz temblando—. Pero no sé si eso será suficiente cuando empiecen a llover los titulares. Cuando mi padre me mire como una decepción. Cuando tu madre convoque al Consejo. Cuando mis hermanos me pregunten si… si esto fue solo un capricho para ti.