Los días que siguieron se convirtieron en un secreto robado, un paréntesis en el tiempo que Astrid y Christian guardaban celosamente. Cada madrugada, cuando los pasillos de Amalienborg estaban sumidos en un silencio casi sagrado, Christian la recogía en un coche discreto y escapaban a la casa de campo del duque Henrik, a las afueras de Copenhague. Era un refugio sencillo, con paredes de piedra cubiertas de hiedra y un lago que brillaba bajo el sol del atardecer. Allí, lejos de las miradas de la corte y las expectativas del mundo, no eran el príncipe heredero ni la hija del embajador. Eran solo Christian y Astrid, dos almas que se habían esperado durante años sin atreverse a nombrarlo.
Una mañana, bajo las sábanas revueltas de la cama rústica de la casa, Christian la miraba como si quisiera grabar cada detalle de su rostro en su memoria. La luz del sol se filtraba por las cortinas, dibujando sombras suaves en la piel de Astrid.
—¿Sabes qué es lo más ridículo? —murmuró él, acariciando su clavícula con la yema de los dedos, su voz todavía áspera por el sueño—. Que he estado rodeado de mujeres hermosas toda mi vida, princesas, diplomáticas, actrices… pero ninguna tenía tu maldita risa. Ni esos ojos que se clavan en los míos como si supieran todo lo que no digo.
Astrid se estiró, con el cuerpo aún cálido por la noche anterior, y le dedicó una sonrisa traviesa.
—¿Y tú sabes qué es lo más terrible de todo? —susurró, apoyando su frente contra la de él, tan cerca que podía sentir su respiración—. Que aún estoy tratando de convencerme de que esto no es un sueño. Que no voy a despertarme en Londres, sola, preguntándome qué demonios hice con mi vida.
Christian rió, un sonido grave que resonó en el pecho de Astrid. La besó con suavidad en la mejilla, luego en el cuello, con una mezcla de ternura y un hambre contenida que la hizo estremecer.
—Entonces no despiertes —dijo, su voz baja, casi un ruego—. Quédate conmigo aquí. Olvida todo por un momento. El palacio, el protocolo, Suecia… solo quédate.
Ella se giró para mirarlo, apoyando la barbilla en su pecho.
—¿Y si no quiero olvidar? —bromeó, alzando una ceja—. ¿Y si quiero que el futuro rey de Dinamarca me prepare el desayuno?
Christian soltó una carcajada, rodando para quedar encima de ella, sus manos apoyadas a ambos lados de su cabeza.
—¿Desayuno? ¿En serio, Møller? ¿Quieres que queme la casa del duque intentando hacer panqueques?
—¡Sería un espectáculo digno de ver! —respondió ella, riendo mientras intentaba empujarlo—. Vamos, Valdemar, demuéstrame que eres más que un título y una cara bonita.
Él fingió indignación, pero se levantó de la cama, tirando de su mano para arrastrarla con él.
—Está bien, pero si incendio la cocina, será tu culpa. Y no te quejes si los panqueques saben a carbón.
En la cocina de la casa de campo, el caos reinó. Christian, con una camiseta vieja y el cabello despeinado, intentaba mezclar harina y huevos mientras Astrid, sentada en la encimera, le daba instrucciones exageradamente dramáticas.
—No, no, no, ¡estás batiendo como si quisieras matar la mezcla! —dijo ella, riendo hasta que le dolieron las mejillas—. Es un batido suave, Christian. Suave.
Él le lanzó una mirada de fingido enojo, con una mancha de harina en la mejilla.
—¿Suave? ¿Quieres suave? Ven aquí y hazlo tú, listilla.
Astrid bajó de un salto, robándole el tazón y salpicando harina en el proceso. Pronto, la cocina era un desastre de risas, harina volando y un par de panqueques que, sorprendentemente, no estaban quemados. Sentados en la mesa rústica, compartiendo un plato de panqueques algo deformes, Astrid lo miró con una ternura que le apretó el corazón.
—Eres terrible en la cocina —dijo, pinchando un trozo de panqueque con el tenedor—. Pero te doy puntos por el esfuerzo.
Christian sonrió, robándole un trozo de su tenedor.
—Y tú eres terrible dando instrucciones, pero aquí estoy, comiendo contigo. Creo que eso me hace ganar.
Esa tarde, se bañaron en el lago al atardecer, el agua fría haciéndolos reír y gritar como niños. Christian la cargó sobre sus hombros, amenazando con tirarla al agua, mientras ella fingía indignación.
—¡Si me sueltas, te juro que le contaré a Sofía que su hermano mayor es un traidor! —gritó Astrid, aferrándose a su cabello.
—Oh, ¿vas a usar a mi hermanita contra mí? —respondió él, girando en el agua para hacerla reír más fuerte—. Eso es jugar sucio, Møller.
Cuando el sol se ocultó, se sentaron en la orilla, envueltos en una manta, mirando cómo las estrellas comenzaban a puntear el cielo. Christian sacó una vieja guitarra desafinada que había encontrado en la casa, y aunque sus acordes eran torpes, tocó una melodía suave mientras Astrid cantaba entre risas, inventando letras absurdas sobre príncipes y panqueques.
—Te amo —le dijo él esa noche, después de hacerle el amor con una intensidad que parecía querer detener el tiempo. Estaban tumbados en la cama, con la ventana abierta dejando entrar la brisa fresca. Su voz era un susurro, cargado de una vulnerabilidad que solo ella conocía.
Astrid, con la mejilla apoyada en su pecho, escuchando el latido de su corazón, no respondió de inmediato. Luego, levantando la mirada, dijo:
—Yo también te amo. Desde que teníamos dieciséis años y me llevaste a bailar por primera vez en el salón de invierno.
Christian sonrió contra su cabello, un recuerdo iluminando sus ojos.
—Te tropecé tres veces con mis malditos zapatos.
Ella rió, golpeando suavemente su pecho.
—Y aun así quise casarme contigo ese mismo día.
Él se quedó quieto, su mano deteniéndose en su espalda.
—¿Y ahora?
Astrid lo miró, sus ojos brillando bajo la luz de la luna.
—Ahora quiero que estas dos semanas duren toda la vida.
Pero fuera de su burbuja, el tiempo no se detenía. A veces, al volver a Copenhague, el mundo los alcanzaba. Una mirada indiscreta de un sirviente en el palacio. Un comentario mordaz de Emil sobre “pasar demasiado tiempo con el príncipe”. Una llamada de su padre recordándole la fecha límite para responder a la oferta de Estocolmo. Y, una noche, mientras regresaban de una cena privada en un restaurante discreto en el centro de la ciudad, Astrid tomó la mano de Christian en la oscuridad del coche.