El tren partió al amanecer, su silbido cortando el aire frío de Copenhague como un lamento. No hubo discursos ni lágrimas públicas, solo un andén vacío donde Astrid y Christian se despidieron con un beso largo, profundo, que parecía querer detener el tiempo. Sus manos se aferraban como si soltarse significara perder algo irrecuperable.
—Volveré —dijo Astrid, con la frente pegada a la de él, las maletas a un lado, su voz firme aunque el corazón le temblaba—. Te lo juro, Christian. No importa cuánto tarde, esta historia no termina aquí.
Él cerró los ojos, grabando su voz, su perfume, la calidez de su piel contra la suya.
—No lo hará —respondió, su tono cargado de una certeza que desafiaba la distancia—. Porque yo te voy a esperar. En cada rincón de Dinamarca. En cada rincón de mí.
Astrid sonrió, a pesar de las lágrimas que amenazaban con caer, y lo besó una vez más antes de subir al tren. Mientras las puertas se cerraban, Christian se quedó en el andén, con las manos en los bolsillos de su abrigo, observando cómo el tren se alejaba hasta convertirse en un punto en el horizonte.
Suecia la recibió con puertas abiertas, un despacho pequeño pero funcional en la embajada danesa en Estocolmo, y una vida cuidadosamente estructurada. Astrid se sumergió en su trabajo: reuniones con diplomáticos, eventos culturales, informes sobre cooperación nórdica. Pero ninguna rutina, por absorbente que fuera, podía borrar la sensación de que había dejado un pedazo de sí misma en Copenhague. Cada noche, al cerrar la puerta de su apartamento, sentía el peso de su ausencia.
Al principio, ella y Christian hablaban todas las noches por videollamada, sus voces llenando el vacío de la distancia.
—Dime que no estás trabajando hasta medianoche otra vez —dijo Christian una noche, su rostro iluminado por la pantalla, con una sonrisa que intentaba ocultar su preocupación.
Astrid, sentada en su sofá con una taza de té, puso los ojos en blanco.
—No soy yo la que tiene reuniones con el Consejo Real a las siete de la mañana. —Hizo una pausa, suavizando la voz—. ¿Cómo estás, Christian? De verdad.
Él suspiró, pasándose una mano por el cabello, su expresión más seria ahora.
—Te extraño. Cada maldito día. Pero estoy bien, porque sé que estás haciendo lo que siempre quisiste. —Sonrió, aunque sus ojos traicionaban una sombra de nostalgia—. Aunque, para ser honesto, Sofía está convencida de que te fuiste porque no le dejaste organizar nuestra boda.
Astrid rió, imaginando a la pequeña Sofía planeando una ceremonia con pasteles y flores.
—Dile a esa princesa que le debo una boda con todo el protocolo cuando vuelva —bromeó, aunque su voz tembló al final—. Si vuelvo.
Christian frunció el ceño, inclinándose hacia la cámara.
—No digas “si”, Astrid. Dijiste que volverías. Y yo te creo.
Ella asintió, tragando el nudo en la garganta.
—Te amo, Christian. Más de lo que las palabras pueden explicar.
—Y yo a ti —respondió él, su voz baja, como una promesa renovada—. Siempre.
Con el tiempo, las videollamadas se convirtieron en mensajes de voz enviados a deshoras, cartas escondidas en sobres sin remitente, y flores que llegaban a su apartamento con notas que solo decían “Tuyo”. Pero Christian no se conformaba con la distancia. Cada cierto tiempo, la sorprendía.
Una tarde, mientras Astrid salía de la embajada, lo vio apoyado contra un coche en la entrada trasera, con una bufanda gris y gafas oscuras que no engañaban a nadie que lo conociera bien.
—¿Estás loco? —susurró ella, entre risas nerviosas, mientras lo arrastraba hacia el interior del edificio para evitar miradas curiosas—. ¡Eres el príncipe heredero! ¡No puedes aparecer en Estocolmo como si nada!
Christian rió, quitándose las gafas y tomándola por la cintura.
—Loco por ti —dijo, antes de besarla contra la pared del pasillo vacío, sus manos encontrando su rostro con una urgencia que hablaba de meses separados.
—¿Cómo escapaste del palacio esta vez? —preguntó ella cuando se separaron, sus frentes aún juntas, su respiración entrecortada.
—Le dije a Nikolai que tenía una reunión diplomática —respondió él, con una sonrisa traviesa—. No es del todo mentira. Eres mi asunto internacional más importante.
Astrid puso los ojos en blanco, pero no pudo evitar reír.
—Eres imposible, Valdemar.
—Y tú eres la razón por la que estoy aquí, Møller —respondió él, besándola de nuevo, esta vez con más suavidad, como si quisiera saborear cada segundo.
Pasaban juntos apenas un día, una noche si tenían suerte. Pero cada segundo era suficiente para recordarse que seguían ahí, que su amor resistía la distancia y las expectativas del mundo.
Una tarde, durante un paseo por el casco antiguo de Estocolmo, Astrid se detuvo frente a una librería antigua, su mano entrelazada con la de Christian, ambos abrigados contra el frío otoñal.
—¿Alguna vez pensaste que terminaríamos así? —preguntó, riendo suavemente mientras lo miraba, sus guantes rozando los de él—. Escondidos en otra ciudad, robando momentos como si fuéramos espías.
Christian se encogió de hombros, su aliento formando nubes en el aire.
—Pensé que si alguna vez te tenía, no iba a dejarte ir. —Hizo una pausa, su mirada suavizándose—. Pero míranos. Ladrones de nuestro propio destino, como tú dices. Y no cambiaría ni un segundo de esto.
Astrid apretó su mano, su corazón acelerándose.
—Somos más que eso —dijo, deteniéndose para mirarlo de frente—. Somos una promesa, Christian. Una que no pienso romper.
Él la miró, sus ojos brillando con una mezcla de amor y determinación.
—Entonces no la rompas —dijo, inclinándose para besarla en medio de la calle, sin importarle si alguien los veía—. Porque yo no pienso hacerlo.
Esa noche, en una habitación alquilada en un hotel discreto, volvieron a amarse con la misma devoción que los había unido en Skagen. No había urgencia, solo la certeza de que, por unas horas, el mundo no podía alcanzarlos. Christian no era el príncipe heredero, ni Astrid la hija del embajador. Eran solo un hombre y una mujer que se pertenecían.