La tarde caía sobre el Palacio de Amalienborg, tiñendo de dorado las cúpulas y las ventanas de cristal tallado. Astrid Møller caminaba en silencio junto a Christian Valdemar por uno de los pasillos interiores, donde las alfombras persas silenciaban sus pasos y los retratos de antiguos monarcas parecían observar cada uno de sus movimientos. El peso del momento amenazaba con hundirla, pero la mano de Christian, cálida y firme en la suya, era un ancla en medio de la tormenta que anticipaban.
—¿Y si se opone? —preguntó Astrid en voz baja, deteniéndose frente a una puerta de caoba tallada que conducía a la biblioteca privada del Rey.
Christian apretó su mano, su mirada azul cargada de una determinación que la hizo respirar un poco más fácil.
—Entonces luchamos —respondió, su voz baja pero segura—. Pero no lo creo. Mi padre… ha cambiado. Y tú eres parte de mi vida, Astrid. Ya no hay vuelta atrás.
Ella asintió, aunque el nudo en su estómago no desaparecía. Tomó aire, enderezando los hombros, y juntos empujaron la pesada puerta.
La biblioteca del Rey era un refugio de otro tiempo: estanterías repletas de libros antiguos, mapas enrollados en vitrinas, y una gran pintura de la familia real colgando sobre la chimenea. El monarca, Frederik IX, estaba sentado en un sillón de cuero, con una copa de brandy en la mano y una expresión neutra que no dejaba entrever nada de lo que pensaba. A pesar de su edad, su presencia seguía siendo imponente, con el cabello plateado y unos ojos que parecían ver más allá de las palabras.
—Majestad —dijo Astrid, inclinándose en una reverencia instintiva, aunque el protocolo no era necesario en ese espacio privado.
El Rey levantó una ceja, una chispa de diversión en su mirada.
—Nada de formalidades, Astrid. No estamos en una audiencia oficial. —Hizo un gesto hacia los sillones frente a él—. Siéntense. Supongo que no vinieron solo a charlar sobre el clima.
Christian y Astrid intercambiaron una mirada antes de sentarse. Él tomó la iniciativa, manteniendo la mano de Astrid entre la suya como si temiera soltarla.
—Padre, queríamos informarte que… —Hizo una pausa, buscando las palabras, su voz firme pero cargada de emoción—. Astrid y yo nos casamos hace dos años. En secreto. Solo nosotros, y un sacerdote en una capilla en las afueras de Malmö. Sabemos que debimos contártelo antes, pero…
El Rey levantó una mano, cortando la explicación con una calma que desarmó a ambos.
—Lo sé.
El silencio cayó como una bomba. Astrid parpadeó, su corazón acelerándose.
—¿Lo sabías? —preguntó, su voz apenas un susurro, mientras apretaba la mano de Christian con más fuerza.
El Rey asintió lentamente, dando un sorbo a su brandy antes de responder.
—El sacerdote que los casó, Erik Lindholm, es un viejo amigo mío. Me escribió después de la ceremonia. No para traicionarlos, sino porque me conoce bien y supo que merecía saberlo… como padre, no como rey.
Christian bajó la mirada, esperando un regaño, una reprimenda real. Pero lo que vino fue completamente distinto. El Rey se inclinó hacia adelante, sus ojos moviéndose entre ambos con una mezcla de severidad y calidez.
—No me ofende que no me lo dijeran —dijo, su voz grave pero sin rastro de enojo—. Lo que me dolería es que lo negaran o se escondieran de mí ahora que ya no hay escapatoria. —Hizo una pausa, mirando a Astrid directamente—. Eres la hija de un embajador, Astrid, pero también eres la mujer que mi hijo eligió. Y eso no es algo que tome a la ligera.
Astrid sintió un nudo en la garganta, pero mantuvo la compostura.
—No queríamos causar un escándalo, Majestad —dijo, su voz temblando ligeramente—. Sabíamos que podría traer complicaciones… para Christian, para la corona, para mi familia.
El Rey suspiró, levantándose de su sillón con una lentitud que delataba los años, pero también una fuerza que seguía intacta. Caminó hacia una vitrina de cristal donde guardaba una botella antigua de vino y tres copas.
—Los escándalos vienen y van —dijo, sirviendo el vino con cuidado—. Las decisiones importantes… esas permanecen. Y esta —señaló sus manos entrelazadas con un gesto de la cabeza— ya fue tomada. Lo que me importa es que no se lastimen en el proceso.
Christian lo miró, sorprendido, como si no estuviera seguro de haber escuchado bien.
—¿Entonces… nos apoyas? —preguntó, su voz cargada de una esperanza cautelosa.
El Rey sonrió, una sonrisa pícara que rara vez mostraba en público.
—Con una condición —dijo, entregándoles las copas—. Que esta vez enfrenten el mundo juntos, con la frente en alto. Ya no más escondites ni escapadas. Tienen mi bendición… y mi protección.
Astrid se quedó helada, su mano temblando alrededor de la copa. Luego, como si las palabras salieran solas, murmuró:
—¿Y cómo sabías…?
El Rey rió, un sonido grave y genuino que llenó la biblioteca.
—Soy viejo, pero no ciego, Astrid. Tienes los mismos síntomas que tu madre cuando estaba esperando a tu hermano mayor. —Hizo una pausa, su mirada brillando con diversión—. Además, el chef ya me preguntó tres veces si estabas enferma por rechazar todos los platillos de carne.
Christian soltó una carcajada, aliviado, y Astrid no pudo evitar unirse, aunque su risa estaba teñida de nerviosismo.
—¿Entonces lo sabías todo? —preguntó Christian, sacudiendo la cabeza con incredulidad—. El matrimonio, el bebé… ¿Qué más sabes, padre?
El Rey levantó su copa, su expresión suavizándose.
—Sé que mi hijo ha encontrado a alguien que lo hace feliz. Y eso es suficiente para mí. —Hizo una pausa, su tono volviéndose más serio—. Pero también sé que no todos en la corte estarán tan complacidos. Hay quienes querrán usar esto en su contra. Así que prepárense.
Astrid intercambió una mirada con Christian, el peso de sus palabras asentándose entre ellos.
—¿Te refieres a Frederikke? —preguntó Astrid, su voz baja pero directa.