La rueda de prensa había terminado hacía menos de una hora, pero el eco de los flashes, los aplausos y las miradas inquisitivas aún vibraba en la mente de Astrid Møller. El salón de Amalienborg, con su opulencia contenida, se había vaciado de periodistas, pero los jardines del palacio seguían vivos con la energía de una celebración más íntima. La Reina Madre conversaba con un grupo de damas nobles, su sonrisa tensa como un hilo a punto de romperse. En una esquina más apartada, bajo un roble iluminado por faroles, los hermanos menores de Christian —Ingrid, de dieciocho años; Felix, de dieciséis; Alexander, de trece y la pequeña Sophia, de 11 años — formaban un pequeño círculo, sus voces mezclándose con risas y susurros conspirativos.
Astrid y Christian se acercaron, tomados de la mano, intentando mantener la calma después del torbellino de la conferencia. Ingrid fue la primera en hablar, cruzándose de brazos con una ceja arqueada que delataba su escepticismo.
—¿Así que están “comprometidos”? —dijo, enfatizando la palabra como si no se lo creyera del todo. Su vestido azul pálido brillaba bajo la luz de los faroles, y sus ojos verdes, tan parecidos a los de Christian, destellaban con curiosidad.
Christian rió, soltando la mano de Astrid para alborotar el cabello de su hermana.
—Podrías disimular tu escepticismo, al menos por hoy, Ingrid —bromeó, aunque su tono era cálido—. ¿Qué? ¿No te gusta la idea de tener a Astrid como cuñada?
Ingrid puso los ojos en blanco, pero una sonrisa traviesa se dibujó en sus labios.
—No es escepticismo, es… instinto —replicó, cruzando los brazos con más fuerza—. Mamá se está mordiendo los labios desde que empezó la rueda de prensa. Papá claramente lo sabía todo. Y tú, hermano, tienes la cara de quien guarda más de un secreto.
Felix, que estaba apoyado contra el roble con una manzana en la mano, intervino con su típica despreocupación.
—A mí me gusta —dijo, dando un mordisco ruidoso a la fruta—. Astrid siempre fue la única que podía callarte con una sola mirada, Christian. Además, ¿vieron cómo lo miraba en la conferencia? Eso es amor… o hambre.
Alexander, con migas de pastel aún pegadas en la camisa, soltó una risita.
—Yo votaría por hambre —agregó, limpiándose la boca con la manga—. Pero, Astrid, ¿es cierto que estás enamorada de mi hermano? Porque él es un poco aburrido, ¿sabes?
Astrid se acercó, sonriendo con ternura mientras se agachaba para quedar a la altura de Alexander.
—Oh, sí, muy enamorada —respondió, guiñándole un ojo—. Y desde hace tiempo. Pero no le digas eso a nadie, ¿vale? Es nuestro secreto.
Alexander entrecerró los ojos, astuto como solo un niño de trece años puede serlo.
—¿A cambio de qué? —negoció, cruzándose de brazos con una sonrisa pícara.
Astrid rió, enderezándose.
—Te traigo chocolate sueco en mi próxima visita. ¿Trato?
—¡Hecho! —respondió Alexander, extendiendo la mano para sellar el acuerdo.
Felix estalló en carcajadas, arrojando el corazón de la manzana al césped.
—Oficialmente parte de la familia —dijo, señalando a Astrid con un dedo—. Pero, en serio, ¿cómo manejaste a Christian todo este tiempo? Ese tipo es un desastre con el protocolo.
Christian fingió indignación, dándole un empujón juguetón a Felix.
—Oye, soy el príncipe heredero, un poco de respeto —bromeó, aunque su sonrisa era genuina—. Además, Astrid es la que me mantiene en línea.
Ingrid, sin embargo, no se dejó distraer por el ambiente ligero. Su mirada seguía fija en Astrid, como si intentara descifrar algo más.
—Tú también ocultas algo —dijo, su voz baja pero directa, mientras se acercaba un paso—. No es solo el compromiso, ¿verdad?
Astrid sintió un nudo en el estómago. Su mano, casi por instinto, rozó su vientre, aún plano pero cargado de un secreto que crecía con cada día. Christian lo notó y la tomó por la cintura, dándole un leve apretón para tranquilizarla.
—Ingrid, no es el momento —dijo Christian, su tono suave pero firme, intentando proteger a Astrid de más preguntas.
Ingrid alzó una ceja, sin retroceder.
—Lo será pronto —replicó, girando sobre sus talones con la elegancia de quien sabe que tiene razón—. Solo digo que tengan cuidado. Mamá no es la única que está observando.
Mientras los hermanos menores se alejaban, con Felix y Alexander discutiendo sobre quién comería más pastel en la recepción, Astrid y Christian se quedaron bajo el roble, el aire fresco del atardecer envolviéndolos.
—Ingrid es más lista de lo que pensé —murmuró Astrid, apoyando la cabeza en el hombro de Christian.
—Siempre lo fue —respondió él, besando su cabello—. Pero no te preocupes. El Rey lo sabe, mi madre lo sospecha, y tarde o temprano, todos lo aceptarán. Incluyendo a Ingrid.
Astrid suspiró, mirando hacia el palacio iluminado.
—Estoy asustada, Christian. No por nosotros… sino por lo que viene. Por lo que implica traer una vida al mundo bajo este foco de atención. —Hizo una pausa, su voz bajando a un susurro—. Y Frederikke… sé que está tramando algo. Lo vi en sus ojos en la rueda de prensa.
Christian la atrajo más cerca, sus manos firmes en su cintura.
—Que intente lo que quiera —dijo, su voz cargada de determinación—. No voy a dejar que nadie toque a mi familia. Ni a ti, ni a nuestro bebé.
Astrid sonrió, aunque la preocupación seguía allí, y lo besó con dulzura.
—¿Y si un día todo explota? —preguntó, sus ojos buscando los de él.
Christian rió suavemente, rozando su mejilla con el pulgar.
—Entonces nos escondemos en nuestra cabaña otra vez. Solo tú, yo y el bosque. —Hizo una pausa, su tono volviéndose más serio—. Pero no va a explotar, Astrid. Porque tenemos al Rey de nuestro lado, y eso es más de lo que la mayoría de los rumores pueden soportar.
Esa noche, mientras los invitados celebraban discretamente el “compromiso” en el salón principal, Astrid se retiró temprano, alegando cansancio. Subió al ala este del palacio, donde una antigua casita de huéspedes había sido remodelada para ellos. Era un refugio temporal, un lugar donde podían ser solo ellos, lejos de las miradas y los murmullos.