Los jardines del Palacio de Fredensborg estaban transformados, un escenario digno de un momento histórico. Una carpa blanca ondeaba suavemente con la brisa de la tarde, decorada con guirnaldas de flores y flanqueada por una hilera de banderas danesas que ondeaban orgullosas. Frente a un sencillo podio con el escudo real grabado, las cámaras de los medios nacionales e internacionales aguardaban, los flashes parpadeando con impaciencia. Los rumores sobre la relación entre el príncipe heredero Christian Valdemar y Astrid Møller habían alcanzado un punto de ebullición tras la gala benéfica, donde su desaparición conjunta había alimentado especulaciones. Pero nadie estaba preparado para la verdad que estaban a punto de revelar.
Christian apareció primero, impecable en su uniforme azul marino, la medalla de la orden real brillando en su pecho. A su lado, Astrid caminaba con una elegancia serena, su vestido beige ajustado marcando con discreción la suave curva de su vientre. Sus manos entrelazadas eran el primer anuncio, una declaración silenciosa que hizo contener el aliento a los presentes. El segundo anuncio vendría con palabras.
En el borde del jardín, Nikolai, Emil, y Sofía observaban desde una distancia discreta. Nikolai, con los brazos cruzados, parecía debatirse entre la resignación y el orgullo. Emil, con una sonrisa torcida, le dio un codazo.
—¿Listo para ser tío, hermano? —susurró, su tono burlón pero cálido.
Nikolai suspiró, aunque una sonrisa pequeña asomó en sus labios.
—No me lo esperaba tan pronto —admitió, mirando a Astrid—. Pero… se ven felices. Eso importa.
Sofía, sosteniendo un ramillete de flores que había arrancado del jardín, dio un saltito de emoción.
—¡Van a tener un bebé! —dijo, demasiado alto, haciendo que Emil riera y le tapara la boca con suavidad.
—Shh, princesa, déjalos hablar primero —susurró, aunque sus ojos brillaban con diversión.
Christian se acercó al podio, su postura relajada pero regia, y tomó el micrófono. Su voz resonó clara y firme, silenciando los murmullos.
—Queremos agradecerles por estar aquí —comenzó, su mirada recorriendo a los periodistas antes de posarse en Astrid con una suavidad que no pasó desapercibida—. Desde hace muchos años, Astrid ha sido una parte importante de mi vida. Lo que comenzó como una amistad en nuestra infancia creció hasta convertirse en algo profundo, verdadero… y eterno.
Un murmullo recorrió a los reporteros, las plumas garabateando furiosamente en los blocs. Astrid dio un paso adelante, su mano aún en la de Christian, y tomó el micrófono. Su voz era serena, pero cargada de una emoción que hizo que varios en la audiencia se inclinaran hacia adelante.
—Hace dos años —dijo, su tono firme pero cálido—, tomamos una decisión íntima y valiente: casarnos en una ceremonia privada en Skagen. Sin prensa, sin títulos… solo nosotros y un sacerdote, que, por cierto, resultó ser un viejo amigo de la reina madre.
Hubo risas leves entre los asistentes, un alivio momentáneo de la tensión. Algunos incluso aplaudieron suavemente, encantados por la mención de Margrethe. Astrid sonrió, mirando a Christian antes de continuar.
—Y hoy —prosiguió Christian, su voz resonando con orgullo—, estamos felices de anunciar que esperamos nuestro primer hijo. Será el futuro heredero de Dinamarca. Y crecerá rodeado de amor, dentro y fuera del palacio.
Astrid bajó la mirada brevemente a su vientre, un gesto instintivo que desató una ráfaga de flashes. Los fotógrafos captaron ese instante: la joven futura madre con una expresión de ternura pura. Fue la imagen que daría la vuelta al mundo.
Las preguntas estallaron casi de inmediato.
—¿Cuándo nacerá el bebé? —gritó un periodista del Politiken.
—¿Habrá una boda oficial ahora? —preguntó otro, con acento británico.
—¿Qué opina la reina madre? —inquirió una reportera de la televisión sueca.
Christian levantó una mano, sonriendo con calma.
—El bebé llegará cuando esté listo —dijo, con un toque de humor que relajó a la audiencia—. En cuanto a la boda oficial, lo anunciaremos a su debido tiempo. Y mi abuela… bueno, digamos que está más emocionada por el bisnieto que por cualquier protocolo.
Astrid rió, inclinándose hacia él.
—Creo que Sofía está compitiendo con ella por ese título —susurró, lo suficientemente alto para que el micrófono lo captara, desatando más risas.
Desde el borde del jardín, Sofía dio un salto, agitando su ramillete.
—¡Yo voy a ser la tía más divertida! —gritó, haciendo que Nikolai y Emil estallaran en carcajadas.
La conferencia terminó con una ovación, y mientras Christian y Astrid se retiraban, tomados de la mano, los murmullos de los periodistas se convirtieron en un zumbido de entusiasmo. En las redes, los titulares ya empezaban a circular: “El príncipe heredero y Astrid Møller: un amor verdadero para Dinamarca”, “La futura reina está embarazada”, “Una historia de amor que conquista al reino”.
Esa noche, en la casita de huéspedes del ala este, Astrid descansaba recostada en el regazo de Christian, sus piernas estiradas sobre el sofá. La luz de una lámpara antigua iluminaba la habitación, y el silencio era un bálsamo después del torbellino del día. Christian acariciaba su cabello, su mano deteniéndose ocasionalmente para rozar su vientre.
—¿Te diste cuenta? —susurró Astrid, su voz suave, casi soñadora—. No tuvimos que luchar por la aceptación. Solo ser honestos.
Christian sonrió, inclinándose para besar su frente.
—Porque el amor verdadero no necesita más pruebas —respondió, su tono cargado de certeza—. Solo tiempo… y un poco de valor.
Ella rió, girándose para mirarlo.
—Un poco de valor, dice el hombre que enfrentó a toda la prensa de Escandinavia sin pestañear. —Hizo una pausa, su mano cubriendo la de él sobre su vientre—. ¿Crees que el pueblo realmente nos aceptará? ¿A nosotros, al bebé?
Christian la miró, sus ojos brillando con una mezcla de amor y determinación.