El Palacio de Amalienborg estaba envuelto en una niebla ligera que difuminaba los contornos de los jardines, como si el mundo exterior quisiera mantenerse al margen de las tormentas internas. Las luces de los flashes de los periodistas, que aguardaban fuera de las puertas, iluminaban el rostro de Astrid Møller como relámpagos interminables. Ella intentaba sonreír, siguiendo los consejos de la asesora de prensa, pero sus mejillas estaban rígidas, y cada paso que daba bajo los focos se sentía como un peso más sobre sus hombros. Desde su regreso a Dinamarca tras el anuncio oficial del compromiso y su reincorporación al Ministerio de Asuntos Exteriores, los medios la perseguían sin descanso. Cada movimiento suyo era diseccionado, cada palabra analizada.
—¿Es cierto que la boda se ha retrasado por una nueva crisis diplomática? —gritó un periodista desde la multitud.
—¿Qué piensa la familia real del embarazo durante un matrimonio secreto? —preguntó otra voz, con un acento extranjero.
—¿Cree que está lista para ser princesa heredera? —inquirió una tercera, cortante como un cuchillo.
Astrid mantuvo la cabeza en alto, su sonrisa fija, pero en su interior, las preguntas se arremolinaban como una tormenta. Cuando finalmente cruzó las puertas del palacio, el silencio del vestíbulo fue un alivio momentáneo. Se quitó los tacones con un suspiro, como si fueran grilletes, y dejó caer su bolso al suelo con un ruido sordo. Sus pasos la llevaron al comedor privado, donde encontró a Christian Valdemar inclinado sobre una mesa cubierta de documentos, discutiendo los últimos detalles del protocolo de la boda con dos asesores reales.
—Christian, ¿puedes venir un segundo? —preguntó, su voz tensa, las manos apretadas a los costados.
Christian levantó la mirada brevemente, pero su atención seguía en los papeles.
—Astrid, estoy terminando esto —dijo, su tono distraído—. Es importante. Solo dame un momento.
Ella cruzó los brazos, su paciencia agotándose como arena en un reloj.
—Todo es importante últimamente, menos lo que yo tengo que decir —respondió, su voz afilada, haciendo que los asesores levantaran la mirada, incómodos.
Christian frunció el ceño, dejando el bolígrafo sobre la mesa. Hizo un gesto rápido a los asesores, que recogieron sus carpetas y salieron en silencio, cerrando la puerta tras ellos.
—¿Qué pasa ahora, Astrid? —preguntó, su tono mezcla de preocupación y frustración mientras se acercaba a ella.
Astrid respiró hondo, intentando contener la tormenta que crecía en su pecho.
—No quiero 200 invitados en la cena —dijo, su voz firme pero temblando ligeramente—. Ya lo hablamos, Christian. No me siento cómoda con eso. Quiero algo íntimo, algo nuestro.
Christian suspiró, pasándose una mano por el cabello.
—Astrid, es una boda real —respondió, su tono más serio ahora—. No es una reunión de amigos en el campo. La gente espera un espectáculo, un evento que una al reino. La familia real, los diplomáticos, la prensa… todos estarán ahí. No podemos simplemente ignorarlo.
Ella dio un paso adelante, sus ojos verdes brillando con una mezcla de enojo y dolor.
—¿Y qué importa lo que yo quiera, entonces? —estalló, su voz elevándose—. ¿O es que desde que regresé solo debo convertirme en una muñeca diplomática que sonríe y asiente? ¡Estoy cansada, Christian! ¡Cansada de las cámaras, de las preguntas, de fingir que todo está perfecto cuando siento que me estoy ahogando!
Antes de que él pudiera responder, un llanto agudo cortó el aire desde la sala contigua. Era Oscar, su pequeño de apenas unos días, y el sonido era más asustado que de costumbre. Ambos se detuvieron en seco, el peso de su discusión cayendo como una losa.
Astrid se llevó una mano al pecho, el corazón apretado, y corrió hacia la habitación. Encontró a Oscar de pie en su cuna, sus ojitos grises llenos de lágrimas, los brazos extendidos hacia ella. Se arrodilló junto a él, levantándolo con cuidado y abrazándolo con fuerza.
—Mi amor… mamá está aquí, ya está —susurró, su voz quebrada mientras lo mecía—. Lo siento, lo siento tanto…
Christian apareció en la puerta, su rostro pálido, el ceño fruncido por la culpa. Se quedó en silencio unos segundos, observando a Astrid y a Oscar, antes de caminar hacia ellos y arrodillarse junto a la cuna.
—Oscar… —susurró, su voz temblando—. No queremos asustarte. Mamá y papá solo están… cansados.
Astrid levantó los ojos hacia él, las lágrimas rodando por sus mejillas. En su mirada había más agotamiento que enojo, más vulnerabilidad que desafío.
—No estoy hecha para esto, Christian —dijo, su voz baja, casi rota—. La atención, las cámaras, las decisiones sin voz… Y lo que más me duele es que Oscar nos escuche cuando discutimos. No quiero que crezca pensando que esto es normal.
Christian tomó su mano con delicadeza, sus dedos entrelazándose con los de ella.
—Tampoco estoy hecho para verte triste, Astrid —respondió, su voz suave pero firme—. Podemos cambiar cosas. Podemos hacer que esto funcione… a nuestra manera. Si quieres menos invitados, lo haremos. Si quieres más control, lo tendrás. Pero no quiero que sientas que estás sola en esto.
Ella asintió, respirando hondo mientras acunaba a Oscar, que empezaba a calmarse, su pequeño cuerpo relajándose contra el pecho de su madre.
—Solo quiero que seamos nosotros —susurró—. No la corona, no el reino. Solo nosotros.
Christian la abrazó, rodeando a ambos, a Astrid y a Oscar, con un calor que parecía disipar la niebla que los había envuelto.
—Entonces seremos nosotros —prometió, besando su frente—. Siempre.
Más tarde, en los jardines privados, la familia se reunió para un momento de calma. La reina madre Margrethe, Emil, Ingrid, y Sofía estaban sentados alrededor de una mesa bajo un sauce, mientras Jens Møller, el padre de Astrid, llegaba con una bandeja de chocolate caliente. Oscar, ahora tranquilo, dormía en una cuna portátil junto a Astrid.