El sol se deslizaba tras los tejados de Copenhague, tiñendo el cielo de un suave tono lavanda que se filtraba por las ventanas del ala privada del Palacio de Amalienborg. En el interior, la calma reinaba, rota solo por la respiración pausada de Oscar, que dormía profundamente en su cuna, envuelto en una manta bordada con hilos dorados por su bisabuela, la reina madre Margrethe. Astrid Møller, de pie junto a la cuna, observaba a su hijo con una mezcla de amor y cansancio, su mente aún revuelta por las tensiones de los últimos días.
Cerró la puerta de la habitación con sumo cuidado y salió al pasillo, donde una figura familiar la esperaba. Margrethe, vestida con una elegancia sencilla –un vestido azul pálido y un chal de cachemira–, la miró con una sonrisa cálida pero perspicaz.
—¿Puedo? —preguntó, señalando la sala de estar contigua con un gesto gentil.
Astrid asintió, sus hombros relajándose ligeramente.
—Claro, abuela —dijo, usando el término afectuoso que Margrethe insistía en que usara en privado.
Ambas entraron en la sala, iluminada por una lámpara tenue y el suave crepitar de la chimenea. El aroma a madera quemada llenaba el aire, creando un refugio acogedor contra la fría noche de invierno. Astrid se dejó caer en un sillón, suspirando con cansancio, mientras Margrethe se sentaba frente a ella, cruzando las manos con una calma que parecía anclar la habitación.
—Christian me contó que discutieron —dijo Margrethe, su tono neutral pero cargado de comprensión—. Y que estás considerando cambiar algunos elementos de la boda.
Astrid bajó la mirada, sus dedos jugueteando con el borde de su jersey.
—No me siento lista para todo esto —admitió, su voz temblando ligeramente—. No para tantas expectativas. No para ser una figura perfecta en público, madre en privado, diplomática, esposa, princesa… Siento que me estoy perdiendo en el intento.
Margrethe sonrió, una ternura inesperada suavizando sus rasgos.
—Cuando me casé con Frederik, yo tampoco lo estaba —confesó, su voz baja pero llena de experiencia—. Tenía miedo de perderme a mí misma… y por un tiempo, lo hice. Intenté ser la reina que todos esperaban, la esposa que el reino necesitaba. Pero luego entendí algo.
Astrid levantó la mirada, sus ojos verdes brillando con curiosidad.
—¿Qué cosa? —preguntó, inclinándose ligeramente hacia adelante.
—Que tienes derecho a reclamar cada parte de ti —respondió Margrethe, su tono firme pero cálido—. Ser madre no anula tu voz. Ser princesa no borra tus principios. Si intentas ser lo que todos esperan, nunca serás feliz. Pero si construyes un rol a tu medida, entonces hasta los deberes más pesados se sienten más ligeros.
Astrid respiró hondo, sus dedos deteniéndose en el anillo de compromiso que descansaba en su mano. Las palabras de Margrethe resonaban en su pecho, aliviando una presión que no había sabido nombrar.
—No quiero que Oscar crezca escuchando nuestras discusiones —dijo, su voz más suave ahora—. Ni que vea a una madre agotada por complacer a todos. Quiero que me vea feliz. Firme. Libre.
Margrethe se inclinó hacia ella, sus ojos brillando con una mezcla de orgullo y empatía.
—Entonces lucha por eso, Astrid —dijo suavemente—. Cambia lo que tengas que cambiar. Haz una boda más íntima, si es lo que deseas. Pide que reduzcan las apariciones públicas. El amor entre tú y Christian ya es más que suficiente para hacer historia.
Un silencio reparador se instaló entre ellas, roto solo por el crepitar del fuego. Margrethe se levantó con su elegancia habitual, se acercó a Astrid y besó su frente con ternura.
—Y no olvides que Oscar no necesita una princesa perfecta —susurró antes de irse—. Solo necesita a su mamá. La mujer valiente que ya lo eligió una vez… y lo seguirá eligiendo todos los días.
Astrid se quedó en la sala, mirando el fuego, las palabras de Margrethe resonando en su mente. Sacó su móvil y escribió un mensaje a Christian: “Quiero que esta boda sea nuestra. No de todos. ¿Podemos hablar esta noche?”
La respuesta llegó en segundos: “Siempre. Donde estés tú, es donde quiero estar.”
Al día siguiente, el palacio estaba lleno de vida. La familia real se había reunido en los jardines privados para un evento íntimo: la presentación oficial de Oscar a los miembros más cercanos de la familia, antes de que el mundo entero lo conociera. Las tías de Christian, las princesas Benedikte y Anne-Marie, habían llegado desde sus residencias en Dinamarca y Grecia, respectivamente, y sus rostros se iluminaron cuando vieron al pequeño en los brazos de Astrid.
—¡Por Dios, es un Valdemar puro! —exclamó Benedikte, ajustándose las gafas mientras se inclinaba sobre la cuna portátil donde Oscar balbuceaba felizmente—. Esos ojos grises… son los de tu madre, Christian.
Anne-Marie, más reservada pero igualmente emocionada, sonrió mientras tocaba la manita del bebé.
—Y ese cabello dorado —dijo, mirando a Astrid—. Es todo tuyo, querida. Es un pequeño milagro.
Astrid rió, sosteniendo a Oscar con orgullo.
—Es un poco de los dos —dijo, mirando a Christian, que estaba a su lado, sonriendo—. Pero sobre todo, es nuestro.
Sofía, que correteaba alrededor de la mesa con un ramillete de flores, se acercó corriendo.
—¡Yo quiero cargarlo! —dijo, estirando los brazos—. ¡Soy su tía favorita, verdad, Oscar?
Emil, sentado en una silla con una taza de café, alzó una ceja.
—Oye, pequeña, ese título me pertenece —bromeó, guiñándole un ojo—. Aunque, si sigues trayendo flores, tal vez te deje ganar.
Ingrid, que estaba ayudando a Margrethe a organizar las sillas, rió desde el otro lado del jardín.
—Sofía, no dejes que Emil te engañe —dijo, acercándose con una sonrisa—. Pero si quieres ser la tía favorita, vas a tener que practicar tus canciones de cuna.
Sofía frunció el ceño, cruzándose de brazos.
—¡Ya sé cantar! —protestó, antes de empezar a tararear una melodía que hizo reír a todos.