La noche había caído suavemente sobre el Palacio de Amalienborg, pero la serenidad del exterior, con su cielo estrellado y su aire fresco, contrastaba con el leve caos que reinaba en la casita de huéspedes del ala este. Oscar, de apenas unas semanas , lloraba en su cuna, sus pequeños puños agitados, su rostro enrojecido por una frustración que no podía expresar. Astrid Møller lo cargaba contra su pecho, caminando en círculos por la habitación iluminada por una lámpara tenue, murmurando una antigua canción de cuna danesa: “Sov lille stjerne, verden er din…”. Pero nada parecía calmar al pequeño, y la ansiedad de Astrid comenzaba a apretarle el pecho como una cuerda invisible.
—Shh… mi amor, estoy aquí. Mamá está contigo —susurró, su voz dulce pero temblorosa, mientras mecía a Oscar con cuidado.
Christian Valdemar entró en la habitación, su rostro marcado por la preocupación al ver a Astrid y al bebé. Se había quitado la chaqueta del traje que había usado en una reunión con los asesores de la boda, y su camisa blanca estaba ligeramente desabrochada, dándole un aire más humano que principesco.
—¿Otra vez? —preguntó, acercándose con pasos rápidos—. ¿Desde cuándo está así?
Astrid suspiró, ajustando a Oscar contra su hombro mientras seguía caminando.
—Desde esta tarde —respondió, su voz cargada de cansancio—. Come bien, pero no puede dormir por más de unos minutos sin sobresaltarse. No tiene fiebre, pero… siento que algo no está bien. Lo presiento.
Christian frunció el ceño, extendiendo una mano para acariciar la espalda de Astrid y luego la cabecita de Oscar, que al sentir el contacto de su padre dejó escapar un pequeño quejido más suave.
—Tal vez sea una de esas noches difíciles —dijo, su tono cuidadoso pero reconfortante—. Los bebés también sienten cuando hay tensión. Y, Astrid, admitámoslo, nosotros hemos estado discutiendo más de lo normal. Aunque él es pequeño, tú y yo sabemos que percibe cada cosa.
Astrid bajó la mirada, el peso de sus palabras cayendo sobre ella como una losa. Se detuvo, abrazando a Oscar con más fuerza.
—Me duele pensar que le estamos transmitiendo nuestras emociones —admitió, su voz quebrándose—. No quiero que crezca rodeado de presiones. Ni de ruido emocional.
Christian la rodeó con sus brazos, envolviéndola a ella y al bebé en un abrazo cálido. Su barbilla descansó sobre la cabeza de Astrid, y su voz fue un susurro firme.
—Entonces vamos a hacer que todo cambie —dijo—. La boda… no tiene que ser perfecta, ni enorme, ni protocolar. Quiero que sea nuestra, como tú dijiste. Y si eso significa pelear por un pastel de limón en lugar de uno de frambuesa, lo haremos juntos.
Astrid rió a pesar de sí misma, las lágrimas brillando en sus ojos mientras lo miraba.
—¿De verdad estás dispuesto a eso? —preguntó, un toque de diversión en su voz—. Porque llevamos tres días discutiendo por ese maldito pastel, y los asesores ya no saben cómo mirarnos.
Christian sonrió, sus ojos azules brillando con picardía.
—Estoy dispuesto a casarme contigo en una cabaña en medio del bosque si eso es lo que necesitas —respondió, inclinándose para besar su frente—. Ya estamos casados, Astrid. Solo estamos celebrando el amor que ya construimos… y la familia que ya tenemos.
Oscar volvió a agitarse con un pequeño quejido, y Astrid lo abrazó más fuerte, meciéndolo con suavidad. Christian acarició la cabecita del bebé, sus dedos rozando el fino cabello dorado.
—Mañana lo llevaremos al pediatra —dijo, su tono más serio ahora—. No es nada grave, estoy seguro. Pero nos quedaremos esta noche con él, los tres juntos. Y hablaremos de todo lo demás con calma, ¿sí?
Astrid asintió, sus hombros relajándose ligeramente. Se dejó caer en el sillón junto a la cuna, y Christian, con una ternura que nunca dejaba de sorprenderla, colocó un cojín tras su espalda antes de sentarse a su lado. Oscar, con el calor de ambos, finalmente comenzó a tranquilizarse, su respiración volviéndose lenta y profunda.
—Tal vez este sea el momento más real de todos —murmuró Astrid, acariciando la mejilla del bebé—. Ningún fotógrafo lo va a capturar. Ningún titular lo va a contar. Pero es nuestro. Solo nuestro.
Christian entrelazó sus dedos con los de ella, su mirada fija en Oscar.
—Y eso lo hace perfecto —susurró, besando su mano.
A la mañana siguiente, la familia se reunió en una sala privada del palacio para discutir los preparativos de las dos bodas: la íntima en Skagen, para la familia y amigos cercanos, y la oficial en Christiansborg, que reuniría a la realeza europea, diplomáticos, prensa y ciudadanos. Pero los planes estaban estancados, y la discusión sobre el pastel de boda se había convertido en una fuente de risas para los hermanos de Christian.
Ingrid, Emil, Felix, y Sofía estaban sentados alrededor de una mesa cubierta de muestras de telas, invitaciones y, por supuesto, una bandeja con trozos de pastel. La reina madre Margrethe supervisaba desde un sillón, con una expresión que oscilaba entre la diversión y la exasperación. Astrid y Christian, sentados uno frente al otro, debatían con una mezcla de seriedad y frustración.
—No entiendo por qué insistes en el limón, Astrid —dijo Christian, sosteniendo un tenedor con un trozo de pastel de frambuesa—. Es fresco, sí, pero la frambuesa tiene más… personalidad. Es un pastel real.
Astrid alzó una ceja, cruzándose de brazos mientras sostenía a Oscar, que dormía plácidamente en un portabebés contra su pecho.
—¿Personalidad? —respondió, su tono medio en broma, medio desafiante—. Christian, el limón es elegante, ligero, y no abruma a los invitados. La frambuesa es… demasiado dulce. Parece algo que Sofía elegiría.
Sofía, que estaba coloreando un dibujo en la esquina de la mesa, levantó la cabeza con indignación.
—¡Oye! —protestó, agitando un crayón rojo—. ¡La frambuesa es la mejor! Y Oscar está de acuerdo, ¿verdad, pequeño?