El amanecer teñía los jardines del Palacio de Amalienborg con tonos rosados y dorados, pero en el interior, una mezcla de alegría y preocupación llenaba el aire. Astrid Møller, con su embarazo de gemelos avanzando rápidamente, se movía con cuidado por la sala de estar del ala privada, ajustando un cojín tras su espalda mientras observaba a Oscar Frederik Christian Valdemar, su hijo de dos años, jugando con un tren de madera en la alfombra. Oscar, con sus rizos dorados y ojos grises brillando de emoción, hablaba sin parar sobre sus futuros hermanitos.
—¡Van a jugar conmigo! —dijo, empujando el tren con entusiasmo—. Les voy a enseñar a hacer torres y a correr rápido, como Emil.
Astrid sonrió, su corazón cálido a pesar del cansancio físico. Se inclinó hacia él, acariciando su mejilla.
—Serás el mejor hermano mayor, pequeño —dijo, su voz suave—. Pero recuerda, al principio serán muy pequeños. Tendrás que ser paciente.
Oscar frunció el ceño, pensativo, antes de asentir con seriedad.
—Está bien, mamá —respondió—. Los cuidaré como cuido de ti.
Christian Valdemar entró en ese momento, llevando una bandeja con té y galletas. Su expresión era una mezcla de ternura y preocupación, y Astrid lo notó de inmediato.
—¿Todo bien? —preguntó, alzando una ceja mientras tomaba una taza.
Christian suspiró, sentándose junto a ella y dejando la bandeja en la mesa.
—Es la abuela —admitió, su voz baja para no alarmar a Oscar—. Está más débil de lo normal. Últimamente pasa demasiado tiempo en su cuarto, y cuando hablé con ella esta mañana, parecía… distante. Mamá y papá están preocupados, y mis hermanos también.
Astrid frunció el ceño, su mano deteniéndose en la taza.
—¿Crees que deberíamos hablar con el médico? —preguntó, su tono lleno de preocupación.
Christian asintió, mirando a Oscar, que ahora apilaba bloques junto al tren.
—Ya lo hice —dijo—. El doctor dice que es normal a su edad, pero… no sé, Astrid. Siento que hay algo que no nos está diciendo.
Antes de que pudieran seguir, la puerta se abrió, y Emil entró con Freja, su esposa, ambos cargados con una caja de juguetes nuevos. Oscar levantó la cabeza, sus ojos iluminándose.
—¡Tío Emil! —gritó, corriendo hacia él y abrazando sus piernas.
—¡Pequeño guardián! —respondió Emil, levantándolo en el aire y haciéndolo girar—. Mira lo que trajimos para ti y los futuros mini-Valdemar. ¡Juguetes para todos!
Freja rió, dejando la caja en la alfombra y sentándose junto a Astrid.
—¿Cómo estás, futura mamá de tres? —preguntó, su tono cálido mientras le daba un abrazo suave.
—Cansada, pero feliz —respondió Astrid, sonriendo—. Aunque Oscar está más emocionado que yo por los bebés.
Oscar, ahora sentado en la alfombra con un camión nuevo, asintió con entusiasmo.
—¡Van a ser mis mejores amigos! —declaró, haciendo que todos rieran.
Emil se sentó junto a Christian, su expresión volviéndose más seria.
—¿Cómo está tu abuela? —preguntó, bajando la voz—. Ingrid me dijo que apenas salió de su cuarto esta semana.
Christian suspiró, pasándose una mano por el cabello.
—No está bien —admitió—. Voy a hablar con ella esta tarde. Quiero entender qué pasa, y… bueno, siento que hay algo importante que quiere decirme.
Freja frunció el ceño, apoyando una mano en el brazo de Emil.
—Tal vez solo necesita sentir que la familia está unida —dijo, su voz suave—. Con el anuncio del embarazo y todo lo que ha pasado, quizás está reflexionando.
Astrid asintió, mirando a Oscar, que ahora hacía ruidos de motor con su camión.
—Vamos a asegurarnos de que sepa que estamos aquí —dijo, su tono decidido—. Todos nosotros.
Esa tarde, Christian se dirigió al aposento privado de la reina madre Margrethe. La habitación, llena de libros antiguos y retratos familiares, estaba bañada por una luz tenue. Margrethe, sentada en un sillón junto a la ventana, parecía más frágil de lo habitual, pero sus ojos aún brillaban con la misma chispa astuta.
—Christian, querido —dijo, señalando el sillón frente a ella—. Siéntate. Sabía que vendrías.
Él sonrió, pero su preocupación era evidente.
—Abuela, todos estamos preocupados por ti —dijo, su voz suave pero firme—. Apenas sales, y… no pareces tú. ¿Qué pasa?
Margrethe suspiró, mirando por la ventana hacia los jardines.
—Estoy vieja, Christian —dijo, con una sonrisa melancólica—. Pero no es solo eso. He estado pensando en el futuro. En la monarquía, en esta familia… en ti, en Astrid, en Oscar y en los gemelos que vienen.
Christian frunció el ceño, inclinándose hacia adelante.
—¿Y qué te preocupa? —preguntó—. Sabes que estamos haciendo todo lo posible para honrar nuestro deber.
Margrethe lo miró, sus ojos llenos de afecto.
—No es el deber lo que me preocupa, querido —dijo—. Es el corazón. La monarquía puede sobrevivir a los escándalos, a las tormentas… pero solo si la familia que la sostiene está unida. Tú y Astrid habéis construido algo hermoso, pero el mundo no siempre será amable. Y quiero estar segura de que estaréis listos.
Christian tomó su mano, su voz firme pero cálida.
—Estamos listos, abuela —dijo—. Oscar, los gemelos, Astrid… son mi fuerza. Y tú nos has enseñado a ser más que una corona.
Margrethe sonrió, apretando su mano.
—Entonces prométeme algo —dijo, su tono serio—. Nunca dejes que las cámaras, los titulares o las intrigas os separen. Protege a tu familia, Christian. Eso es lo primero.
Christian asintió, sus ojos brillando con determinación.
—Te lo prometo —susurró.
Mientras tanto, Astrid y Oscar fueron llevados a un evento benéfico en el centro de Copenhague, una gala para recaudar fondos para hospitales infantiles. Aunque Astrid había reducido sus apariciones públicas debido a su embarazo, este evento era importante para ella. Sin embargo, Oscar, normalmente alegre, se mostraba incómodo, aferrándose a su mano mientras los flashes de los periodistas iluminaban la entrada.