El amanecer en el Palacio de Amalienborg traía un aire melancólico, cargado con el perfume de rosas y madera húmeda que se colaba por las ventanas abiertas. Astrid Møller despertó con una sensación de pesadez en el pecho, sus ojos recorriendo el dormitorio donde Oscar, de seis años, dormía hecho un ovillo a su lado. Su manita descansaba sobre el vientre abultado de Astrid, como si incluso en sueños protegiera a los gemelos que pronto llegarían. La quietud de la habitación contrastaba con el torbellino de emociones que la había acompañado desde la noche anterior.
Christian no estaba en la cama. Había salido al alba hacia el ala sur del palacio, donde la reina madre Margrethe descansaba desde hacía semanas. Su salud se había deteriorado rápidamente, un secreto guardado con celo por la familia cercana. Aunque su fortaleza era legendaria, el tiempo no perdonaba ni a la realeza, y Astrid lo sabía.
Se levantó con cuidado, ajustando un chal sobre sus hombros, y caminó hacia el salón privado. Allí encontró a Emil, sentado en un sillón con una taza de café frío entre las manos, su rostro más grave de lo habitual.
—¿Ya lo sabes? —preguntó él, levantando la vista, sus ojos oscuros cargados de dolor.
Astrid se detuvo, su corazón apretándose. No necesitaba más palabras.
—¿Cuándo? —susurró, su voz temblando.
—Hace unos minutos —respondió Emil, su tono bajo pero firme—. Christian estaba con ella.
El mundo pareció detenerse. Margrethe, la mujer que había sido un faro de sabiduría, cariño y fuerza, se había ido. Astrid sintió las lágrimas quemar sus ojos, recordando las tardes en que la reina madre la acogió como a una hija, sus consejos llenos de calidez, su risa traviesa cuando bromeaba con Christian. Había sido su ancla desde que conoció a Christian siendo apenas una niña, cuando Margrethe le regaló un broche de flores y le dijo: “Eres más fuerte de lo que crees, pequeña Astrid.”
Antes de que pudiera responder, la puerta se abrió, y Christian entró. Su rostro estaba bañado en lágrimas, pero mantenía la compostura que Margrethe le había inculcado. Sus ojos, normalmente brillantes, estaban apagados, y sus manos temblaban ligeramente. Astrid corrió hacia él, sin importar el peso de su embarazo, y lo envolvió en un abrazo feroz.
—Christian… —susurró, su voz quebrándose mientras lo abrazaba con fuerza.
Él se aferró a ella, enterrando el rostro en su cabello. Por un momento, no dijo nada, solo dejó que el silencio los uniera.
—Ella sabía… —murmuró finalmente, su voz rota—. Sabía que Oscar y tú son mi vida. Que contigo encontré la paz. Me lo dijo ayer, Astrid… como si supiera que era su última conversación.
Astrid asintió contra su pecho, las lágrimas cayendo libremente.
—Y se fue en paz —susurró, su voz temblorosa pero segura—. Estoy segura. Te quería tanto, Christian… Desde que éramos niños, siempre fue tu mayor defensora.
Christian rió débilmente, un sonido lleno de nostalgia.
—Recuerdo cuando me regañaba por escaparme al jardín para trepar árboles —dijo, su voz quebrándose—. Pero luego me traía un pastel de manzana y me decía que un príncipe también debía ser valiente para romper las reglas.
Emil, que había estado escuchando en silencio, se acercó, poniendo una mano en el hombro de Christian.
—Era única —dijo, su voz grave—. La última que vivió dos guerras mundiales, que mantuvo a esta familia unida a pesar de todo. No sé cómo vamos a seguir sin ella.
Astrid tomó la mano de Emil, su mirada firme a pesar de las lágrimas.
—Seguiremos porque ella nos enseñó cómo —dijo—. Nos dio su fuerza, Emil. Y ahora tenemos que honrarla.
Horas después, la Casa Real emitió un comunicado oficial: “Con profundo dolor, anunciamos el fallecimiento de Su Majestad la Reina Madre Margrethe, tras una larga enfermedad que enfrentó con entereza y gracia. Su legado de amor, sabiduría y servicio permanecerá en el corazón de Dinamarca y del mundo.”
El palacio se sumió en un silencio reverente, roto solo por el murmullo de los preparativos para el funeral. Delegaciones de las familias reales de Noruega, Suecia y el Reino Unido llegaron a Copenhague, cada una trayendo tributos para honrar a Margrethe, la última monarca viva que había conocido las dos guerras mundiales. Su vida había sido un puente entre el pasado y el presente, y su pérdida resonaba en todo el continente.
En la catedral de Roskilde, el funeral fue un espectáculo de solemnidad y majestuosidad. Las flores blancas cubrían el altar, y la música de Bach llenaba los muros de piedra. Oscar, con un pequeño traje negro, permaneció junto a Christian, tomado de su mano. Aunque no entendía del todo la magnitud de la pérdida, su expresión seria reflejaba la gravedad del momento. Astrid, a su lado, lo abrazaba con frecuencia, sus ojos brillando con lágrimas contenidas.
—No estés triste, mamá —susurró Oscar, apretando el vientre de Astrid con sus manitas—. Yo cuidaré de ti.
Astrid sonrió, besando su frente.
—Siempre lo haces, mi pequeño guardián —respondió, su voz suave pero cargada de amor.
Entre los asistentes, la reina de Noruega, Mette-Marit, se acercó a Astrid tras la ceremonia, sus ojos llenos de empatía.
—Margrethe fue una inspiración para todos nosotros —dijo, tomando la mano de Astrid—. Y sé que tú llevarás su legado con la misma fuerza.
Astrid asintió, su voz temblando.
—Ella me enseñó a ser más que una princesa —respondió—. Me enseñó a ser una madre, una esposa… una persona.
El príncipe de Gales, representando al Reino Unido, se acercó a Christian, su expresión solemne.
—Tu abuela era una fuerza de la naturaleza —dijo, poniendo una mano en su hombro—. Pero viendo a tu familia, sé que su espíritu vive en ti.
Christian asintió, su mirada fija en Oscar, que ahora jugaba con un pequeño ramillete de flores blancas.
—Gracias, William —respondió, su voz baja pero firme—. Ella nos dio todo lo que necesitábamos para seguir adelante.