La primavera había llegado temprano a Dinamarca, transformando los jardines del Palacio de Amalienborg en un mosaico de colores vibrantes, pero para la familia Valdemar, el aire seguía impregnado de una melancolía sutil. Sin la reina madre Margrethe, los senderos de rosas y hortensias parecían extrañamente silenciosos. Ella solía pasear por allí cada mañana, con su bastón de madera clara y su abrigo de lana celeste, saludando a los jardineros con una sonrisa cálida y contándole historias a su bisnieto, Oscar. Ahora, el jardín sentía su ausencia, y nadie lo notaba más que Oscar.
El pequeño, se sentaba a menudo frente a la fuente donde Margrethe le narraba cuentos de reyes y dragones. A veces, sin que nadie le dijera nada, dejaba flores blancas sobre el banco de piedra donde ella solía descansar. Aquella tarde, mientras el sol pintaba el cielo de tonos rosados, Oscar estaba allí, con una margarita entre sus manitas, mirando al horizonte con una expresión que rompía el corazón.
—¿Por qué ya no viene? —preguntó en un susurro, su voz bajita cargada de confusión.
Astrid, que lo había seguido desde la terraza, se arrodilló a su lado, ignorando el peso de su embarazo de gemelos. Lo abrazó con fuerza, su chal deslizándose por sus hombros mientras lo apretaba contra su pecho.
—Porque ahora te cuida desde otro lugar, mi amor —respondió, su voz suave pero temblorosa—. La abuela Margrethe te amaba mucho… y siempre estará contigo. En tu corazón.
Oscar colocó su pequeña mano sobre su pecho, como si intentara sentirla. Sus ojos grises brillaban con una mezcla de tristeza y curiosidad.
—¿También cuida a los bebés? —preguntó, señalando el vientre de Astrid.
Ella sonrió, aunque el dolor de la pérdida aún apretaba su alma.
—Claro que sí —dijo, acariciando su mejilla—. Seguro está muy feliz por ellos. Y por ti, que eres su príncipe favorito.
Oscar asintió lentamente, apretando la margarita contra su pecho antes de volver a mirar la fuente. Astrid lo observó en silencio, su corazón dividido entre la ternura y la pena.
Días después, Oscar insistió en visitar el invernadero donde Margrethe cultivaba sus queridas hortensias azules. Llevaba una flor blanca en las manos, su pequeño rostro lleno de determinación. Christian lo acompañó, caminando en silencio por los senderos de grava, su propia tristeza contenida tras una fachada de fuerza.
—Papá… quiero plantar esta para ella —dijo Oscar, levantando la flor con cuidado—. Para que no se olvide de mí.
Christian se agachó, su garganta apretada por un nudo de emoción. Tomó las manitas de su hijo, ayudándolo a sostener la flor.
—No lo hará nunca, Oscar —susurró, su voz quebrándose—. Fuiste su luz. Lo sigues siendo.
Juntos, cavaron un pequeño hoyo en la tierra húmeda del invernadero. Oscar colocó la flor con una delicadeza que contrastaba con su energía habitual, y Christian lo ayudó a cubrirla con tierra. Cuando terminaron, Oscar se quedó mirando el lugar, una sonrisa tímida asomando en su rostro.
—Ahora está aquí —dijo, señalando el suelo—. Como la abuela.
Christian lo abrazó, besando su frente.
—Siempre estará aquí, pequeño —respondió, su voz cargada de amor.
Esa noche, de vuelta en la casita de huéspedes, Oscar se acurrucó junto a Astrid en la sala, su manita descansando sobre su vientre. Por primera vez en días, parecía tranquilo.
—Hola, bebés —susurró, su voz suave pero llena de entusiasmo—. Soy Oscar. La abuela ya los conoce. Pero yo voy a cuidarlos aquí.
Astrid sintió las lágrimas picar en sus ojos, pero sonrió, acariciando el cabello de su hijo.
—Eres el mejor guardián, mi amor —dijo, su voz temblando de emoción.
Christian, sentado junto a ellos, tomó la mano de Astrid, su mirada llena de una mezcla de orgullo y tristeza.
—Margrethe estaría tan orgullosa de él —dijo, su tono bajo pero cálido—. Y de ti.
Astrid asintió, apretando su mano.
—Y de ti —respondió, inclinándose para besarlo suavemente.
Al día siguiente, la familia se reunió en la sala privada del palacio para una merienda familiar, un intento de recuperar algo de normalidad tras la pérdida de Margrethe. Emil y Freja llegaron con una bandeja de pasteles, mientras Ingrid y Sofía jugaban con Oscar en la alfombra, construyendo una torre de bloques. Felix, más callado de lo habitual, revisaba un libro de poesía que Margrethe le había regalado, y Jens Møller, el padre de Astrid, servía té con una calma que escondía su propia tristeza.
—Oscar, mira esto —dijo Sofía, levantando un bloque rojo con entusiasmo—. ¡Vamos a hacer un castillo para tus hermanitos!
Oscar rió, corriendo hacia ella.
—¡Un castillo grande! —gritó, apilando bloques con torpeza.
Ingrid, sentada junto a ellos, sonrió, pero su mirada se desvió hacia Astrid, que parecía más tensa de lo normal.
—¿Estás bien, Astrid? —preguntó, frunciendo el ceño—. Te ves… incómoda.
Astrid suspiró, ajustándose en el sillón mientras apoyaba una mano en su vientre.
—Es solo… una sensación —admitió, su voz baja—. No sé cómo explicarlo, pero algo no me gusta. Tal vez es el cansancio, o… no sé. Es como si alguien estuviera observando.
Christian, que estaba ayudando a Oscar con los bloques, levantó la mirada, su expresión endureciéndose.
—¿Observando? —preguntó, acercándose a ella—. ¿Te refieres a los periodistas? ¿O a algo más?
Astrid negó con la cabeza, frustrada.
—No lo sé —dijo—. Quizás es solo paranoia. Pero desde que Lena empezó a cuidar más de Oscar, siento… algo extraño. No puedo precisarlo.
Emil, que había estado escuchando desde la mesa, frunció el ceño.
—¿Lena? ¿La sirvienta? —preguntó, su tono serio—. Siempre parece muy profesional, pero… si tú sientes algo, Astrid, deberíamos investigarlo.
Freja, sentada junto a él, asintió.
—Confía en tu instinto, Astrid —dijo, su voz cálida pero firme—. Eres madre. Esas cosas no se equivocan.