El otoño doraba los jardines del Palacio de Frederiksborg con un resplandor cálido, transformando los senderos en un mosaico de hojas ámbar y carmesí. Dentro de los muros del ala este, el aire vibraba con una mezcla de emoción y nerviosismo. Las paredes estaban siendo redecoradas con tonos suaves de azul y crema, y dos cunas idénticas, adornadas con detalles de encaje, esperaban a las gemelas Isabelle y Victoria . Astrid Møller supervisaba cada detalle con una calma aparente, aunque sus pies hinchados y el peso de su embarazo de gemelas la obligaban a tomar pausas frecuentes. Sentada en un sillón tapizado, sostenía un cuaderno con notas sobre los últimos preparativos, pero su mente estaba en otra parte.
Oscar, de seis años, era una presencia constante en la habitación. Con sus rizos dorados y ojos grises llenos de entusiasmo, organizaba pequeños ositos de peluche y mantas bordadas, hablando en voz baja como si las cunas ya estuvieran ocupadas.
—Isabelle y Victoria —susurró, colocando una manta azul sobre una de las cunas—. Papá dice que esos son sus nombres. A mí me gustan… ¿a ustedes también?
Christian Valdemar entró en ese momento, cargando una caja de madera llena de cojines bordados por la abuela materna de Astrid. Al ver a Oscar hablando con tanto cuidado, sonrió, dejando la caja en una mesa cercana.
—¿Ya estás dando discursos de hermano mayor? —preguntó, su tono juguetón mientras se agachaba junto a su hijo.
Oscar asintió con solemnidad, sus manitas ajustando un osito en la cuna.
—Tienen que saber quién soy —dijo, su voz seria—. Soy su guardián.
Astrid rió desde el sillón, acariciándose el vientre con una mano.
—Nuestro pequeño príncipe, siempre tan responsable —dijo, su voz cálida pero con un dejo de cansancio.
Christian se acercó a ella, notando la tensión en su rostro. Se sentó en el brazo del sillón, rozando su hombro con suavidad.
—¿Estás bien? —preguntó, su voz baja y llena de preocupación—. Pareces… incómoda.
Astrid suspiró, ajustándose en el sillón mientras una mano presionaba ligeramente su pecho.
—Es solo el peso de los bebés —respondió, intentando sonreír—. Y tal vez el estrés. No sé… a veces siento que me falta el aire.
Christian frunció el ceño, su mirada volviéndose más seria.
—Esto no es solo cansancio, Astrid —dijo, tomando su mano—. Vamos a llamar al médico. No quiero arriesgar nada, no contigo, no con las niñas.
Ella negó con la cabeza, intentando calmarlo.
—No exageres, Christian —dijo, su tono suave pero firme—. Es normal, ¿no? Estoy de ocho meses con gemelas. Solo necesito descansar.
Oscar, que había estado escuchando, corrió hacia su madre, apoyando su manita en su rodilla.
—Mamá, tienes que sentarte más —dijo, su tono imitando la seriedad de su padre—. Los bebés no quieren que estés cansada.
Astrid rió, inclinándose para besar su frente.
—Eres mi pequeño guardián, ¿verdad? —dijo, su voz llena de amor—. Está bien, me sentaré más. Prometido.
Christian, sin embargo, no parecía convencido. Su preocupación creció tras una visita reciente al hospital, cuando notó que Astrid respiraba con dificultad después de subir unas escaleras. No quería alarmarla, pero su instinto le decía que algo no estaba bien.
Esa semana, Jens Møller, el padre de Astrid, convocó a sus tres hijos a una cena privada en su residencia familiar, una mansión señorial en las afueras de Copenhague. Emil llegó puntual, como siempre, con Freja a su lado, ambos sonriendo mientras compartían anécdotas de su reciente viaje a Oslo. Astrid, a pesar de su estado, asistió con Christian, quien insistió en que descansara pero respetó su deseo de estar presente. Nikolai, en cambio, apareció al final, con el rostro más delgado y los ojos marcados por las sombras de las últimas semanas. Su ruptura con Frederikke lo había dejado distante, y su silencio era más elocuente que cualquier palabra.
Jens, sentado a la cabecera de la mesa, levantó su copa de vino tinto, su mirada recorriendo a sus hijos con una mezcla de orgullo y seriedad.
—Me alegra verlos a todos aquí —dijo, su voz grave pero cálida—. Es hora de hablar del futuro de nuestra familia.
Los tres hermanos lo miraron con atención, y Oscar, sentado en una silla alta junto a Astrid, dejó de jugar con su cuchara para escuchar, como si entendiera la importancia del momento.
—Después de más de cuarenta años de servicio diplomático, he decidido retirarme —continuó Jens, su tono firme—. Quiero pasar mis últimos años en tranquilidad, disfrutando de mis nietos… y preparando nuestras memorias.
Emil apretó la mano de Freja, sonriendo.
—Es una gran noticia, papá —dijo, su tono entusiasta—. Te mereces descansar. Y estoy seguro de que Oscar y las gemelas te mantendrán ocupado.
Freja rió, inclinándose hacia Jens.
—Y yo estaré encantada de ayudarte con esas memorias —dijo, guiñándole un ojo—. Siempre he querido saber más sobre tus aventuras diplomáticas.
Astrid asintió, su mano descansando en su vientre.
—Estoy orgullosa de ti, papá —dijo, su voz suave—. Pero… hay más, ¿verdad?
Jens suspiró, su mirada volviéndose más seria.
—Así es —respondió—. He decidido que mi título como Duque de Søndergaard, y mis funciones representativas al igual que las diferentes propiedades de nuestra familia, pasarán a Nikolai.
Un silencio tenso llenó la sala. Nikolai bajó la mirada, sus dedos apretando el borde de la mesa.
—¿Y si no quiero ese título? —preguntó, su voz baja pero cargada de desafío.
Jens alzó una ceja, su expresión endureciéndose.
—No es una cuestión de querer, hijo —dijo, su tono firme—. Es tu deber. Lo llevas en la sangre.
Astrid intervino, su voz suave pero conciliadora.
—Papá, quizás deberías darle tiempo —dijo, mirando a Nikolai con empatía—. No ha sido un año fácil para él. Para ninguno de nosotros.
Nikolai levantó la mirada, sus ojos encontrándose con los de Astrid. Por un momento, pareció que iba a hablar, pero luego simplemente asintió.