Intentaron llevárselo en plena calle. Un ataque rápido, preciso. Pero Alan estaba preparado.
Huyó. Corrió como nunca. Y llamó a Daniela.
—No puedo volver a casa —dijo, jadeando.
—Entonces vente conmigo. Yo tampoco tengo dónde quedarme.
Por primera vez, eran fugitivos. Dos hijos de guerra, huyendo del mundo que los vio nacer.
Y en su huida, se prometieron algo:
—Nunca seremos como ellos —dijo Daniela.
—Nunca —repitió Alan.
Pero mientras ellos huían, alguien los rastreaba.
Leo, el mejor amigo de Alan, había recibido una oferta de Dannyel: “Tráelo de vuelta. No preguntes por qué.”
Leo aceptó.
Esa noche, les llevó comida a su escondite.
Y activó la baliza escondida en su reloj.