Los hombres de Dannyel llegaron al amanecer.
Gabriel también lo supo.
Y por primera vez en años… ambos enemigos estuvieron frente a frente.
Los hijos atrapados en medio.
—Entrégalos —dijo Dannyel.
—No —respondió Gabriel—. Ya no son nuestros peones. Son nuestros reflejos. Y yo me niego a repetir la historia.
En ese instante, algo cambió.
Una tregua. Frágil.
Pero algo peor se acercaba.
Porque la figura encapuchada finalmente se quitó la capucha.
Y no era Gabriel.
Ni Dannyel.
Era alguien que ambos creían muerto.
La figura encapuchada avanzó entre la niebla del bosque.
Cuando finalmente habló, su voz sonaba como si arrastrara fuego y cicatrices.
—¿No me reconocen? Qué pena. Yo fui el que empezó esta guerra.
Daniela entrecerró los ojos. Alan retrocedió un paso.
Gabriel y Dannyel se miraron, tensos.
—¿Markus Laird? —susurró Dannyel.
—Eso pensé —añadió Gabriel—. ¿No estabas muerto?
Markus rió con amargura.
—Muerto no. Olvidado, sí. Y mientras ustedes jugaban a la guerra de egos, yo reconstruía mi ejército.
Gabriel apretó los puños. Dannyel levantó su mano, deteniendo a sus hombres.
—¿Qué quieres?
Markus señaló a Alan.
—A él. Su sangre... es la llave.
—¿La llave de qué? —preguntó Alan, cada vez más confundido.
—Del legado que ustedes ocultaron. Alan no solo es hijo del enemigo. Es el nieto de Roxanne Laird, mi hermana. La mujer que ustedes sacrificaron para ganar una guerra.
El silencio fue total.
Daniela volteó a mirar a Alan. Él estaba pálido.
—Eso es imposible… mi abuela murió en un accidente.
—No. Fue eliminada. Por uno de ellos.
Gabriel dio un paso al frente.
—Cállate.
Pero era tarde.
La verdad había explotado.