Amor tras la valla

4.1

La brisa fresca de la mañana recorría las habitaciones del chalet. El viento marino, que solía desaparecer antes del mediodía, jugaba con las cortinas del salón, hinchándolas como velas.

En medio de la estancia, oculto bajo una sábana ligera, dormía Damián. Normalmente caía rendido en cuestión de minutos, pero la noche anterior se había quedado despierto hasta el amanecer. Primero intentó convencerse de que era por culpa del trabajo, pero al final tuvo que admitirlo: su verdadero problema era su vecina, Sofía. Aquella mujer era extraña, impredecible… y desesperante. Tanto, que ni siquiera lo dejaba en paz en sus sueños.

Bailaba al ritmo de la música de la discoteca del otro lado de la bahía. La melodía apenas se escuchaba, pero a Sofía no le importaba. Reía, giraba dentro del agua hasta la cintura y lo llamaba con la mano.

—Vamos… —lo invitaba, coqueta—. Únete a mí.

García negó con la cabeza.

—Desde aquí estoy bien.

—Si vienes, te daré una recompensa.

—Mmm… Está bien.

Damián se quitó los zapatos, cruzó una ola espumosa y, estremeciéndose por el frío, se acercó a Sofía.

—Ya estoy aquí. ¿Y ahora qué?

Sofía se apartó un mechón de cabello, que brillaba con todos los tonos de un vino joven bajo el sol.

—Lo prometido es deuda.

Se pegó a él con su cuerpo mojado, le rodeó el cuello con los brazos y le susurró al oído:

—Una pequeña recompensa…

Sofía le rozó los labios con un beso lento, salado, dejando que el momento se alargara. El calor se extendió por las venas de Damián. Por una vez, dejó de lado el sentido común y respondió con avidez…

Pero la reacción de Sofía no fue la que él esperaba.

Gritó. Un chillido agudo, desgarrador.

Como si…

—¡¿UN CERDO?!

Damián casi se cayó del sofá.

Apoyada sobre la cama con sus dos pezuñas delanteras, la maldita Peppa lo miraba directamente a la cara con su hocico húmedo.

—¿Pero qué…?

Con asco, García se limpió la mejilla de la baba porcina y maldijo en voz baja. ¡Por qué demonios no había cerrado la puerta!

—¿Cómo has entrado?

Por supuesto, la cerda no respondió. Solo lo observó con una expresión de burla, como si lo considerara un completo perdedor.

—Está bien…

Damián la empujó fuera del sofá, maldiciéndola por las manchas de barro en la almohada blanca, y luego se levantó. Miró el reloj: apenas las seis.

Menos mal que los niños aún dormían. Tenía que deshacerse del animal antes de que bajaran a desayunar.

Se puso los pantalones cortos a toda prisa y se quedó un momento quieto, pensando en cómo sacar a Peppa de la casa. Intentó alzarla: chillaba como si la estuvieran sacrificando. La empujó: se quedó plantada en su sitio.

Al final, echó mano de lo primero que encontró: el cinturón de sus vaqueros.

—¿Ves esto? —gruñó, improvisando un collar—. No estoy seguro, pero puede que esté hecho con algún primo tuyo.

A Peppa no le preocupaba de qué material estuviera hecho. De hecho, le gustó su nuevo accesorio. Mucho mejor que los aburridos pañuelos con los que Sofía la vestía.

—Bien, ahora sígueme.

Damián tiró del cinturón y la llevó hasta la puerta. Nada más salir al jardín, Peppa meneó la cola y echó a correr hacia la valla.

—¡Eh, por ahí no puedes pasar!

Pero la cerda tenía otros planes. Con gran orgullo, le mostró su obra maestra: ¡un agujero bajo la valla!

Había pasado toda la noche excavando un túnel hacia el jardín vecino. ¡Con su peso, no había sido tarea fácil!

—No puede ser…

Damián, furioso, tiró de la correa y arrastró al animal hasta la casa de su dueña.

—¡Buenos días! —dijo, golpeando la puerta con el puño—. ¡A despertarse!

Sofía no tenía prisa por salir de la cama. Tardó diez minutos de golpes ininterrumpidos en asomarse por la ventana.

—Vaya… —dijo al abrir—. ¡Qué alegría verte! ¿Vienes a tomar café?

—No.

El aspecto de su vecina volvió a desconcertarlo. Esta vez, llevaba una camiseta enorme de Mickey Mouse, tan holgada que apenas le cubría los muslos. ¿Así se recibía a los invitados? Había que prohibirlo por ley.

—Entonces, ¿qué pasa?

—Tus curvas… ¡P-Peppa! Quiero decir, Peppa.

García se puso rojo.

—Tu cerda se ha fugado.

—¿Cómo dices?

—Ha cavado un túnel bajo la valla y se ha metido en mi casa.

Sofía se encogió de hombros.

—Debe de caerte bien.

—Pues dile que el sentimiento no es mutuo.

—Vale… Lo siento por las molestias.

—Ya empiezo a acostumbrarme.

La sonrisa de Sofía se ensanchó.

—¿Ah, sí? ¿Quién sabe? A lo mejor, con el tiempo, hasta empiezas a disfrutarlo.

—¿De vivir junto a una cerda?

—De vivir junto a .

Damián no supo qué responder.

Simplemente se encogió de hombros. Ni siquiera él tenía claro hacia dónde iban a llevarle sus interacciones con Sofía.

—Ya veremos.

—Bueno… Si está todo solucionado…

A diferencia de García, Sofía no apartó la mirada. Más bien al contrario: lo recorrió de arriba abajo con descaro, analizándolo como si fuera un cuadro en un museo. Damián se sintió ridículamente expuesto.

—¿Podemos volver a la cama? Cada uno a la suya, por supuesto.

—Supongo que sí…

Su plan de armar un escándalo había fracasado estrepitosamente.

Intentó reunir la poca rabia que le quedaba, pero solo le alcanzó para decir:

—Y mantén a tu cerda lejos de mi casa.

—Hecho —dijo ella, pestañeando con dulzura—. Perdón otra vez.

Damián se quedó un instante más en la puerta, sin encontrar ninguna excusa para alargar la conversación, y al final regresó a su casa.

¿Por qué Sofía había sido tan amable?

Esperaba que se pusiera a la defensiva, que le exigiera cambiar la valla, que se quejara por haberla despertado tan temprano… ¡algo! Pero no. Solo se disculpó.




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