Amor tras la valla

6❤️

—¡El campamento es suuuuperdivertido! —gritaba Juan mientras metía a toda prisa sus nuevos juguetes en la mochila—. Ayer tuvimos carreras de relevos, y hoy nos enseñarán a nadar. ¡Ah! Y también hay un niño que se llama Kostiá, es de nuestra ciudad. ¡Vamos a ser mejores amigos!

Las historias del niño reconfortaban a Damián. Al principio, cuando dejó a Juan en el campamento, se sintió culpable. Le preocupaba que su hijo pensara que era una carga. En las familias adoptivas, eso pasaba a menudo. Pero, por suerte, sus temores no se hicieron realidad.

—Se nos hace tarde —dijo García, desbloqueando el coche—. Vamos, sube.

Mientras Juan se acomodaba en el asiento, miró a Lisa a través del espejo retrovisor.

—¿Quieres que te compre algo de camino a casa?

Los ojos de la niña brillaron con picardía.

—Sí. Cómprame una caja de bombones.

—¿Para qué?

—Para que luego se los lleves a Sofía y le des las gracias por ayudar con lo del campamento.

Damián puso los ojos en blanco, pero no contestó. No quería admitirlo, pero él también sentía la necesidad de ver a su vecina. Hacía dos días que no aparecía por su casa… Y, maldita sea, la echaba de menos.

Así que, después de dejar a Juan en el campamento, se dirigió al supermercado. Pasó un buen rato recorriendo los pasillos, sin saber qué elegir. ¿Una botella de vino? ¿Una tarta? ¿Los bombones que había sugerido Lisa? ¿O tal vez todo junto?

Finalmente, escuchó a unas dependientas hablar entre ellas sobre lo buenos que estaban los profiteroles de crema. Se dejó guiar por su criterio y compró una caja grande, para que alcanzara también para Lisa.

Cuando regresó a casa, miró a su hermana con esperanza.

—¿Vienes conmigo a ver a Sofía?

Ella hizo una mueca, como si le hubiera hecho la pregunta más absurda del mundo.

—¡Por supuesto que no!

—¿Por qué?

—Porque sería una tercera rueda. Además, tengo otros planes: voy a la playa.

Y sin más, Lisa subió las escaleras.

Damián solo pudo envidiar su despreocupación. Ni proyectos, ni plazos de entrega, ni jefes gruñones. Solo disfrutar la vida y evitar meterse en líos.

Echó un vistazo a su reflejo en el espejo y se cambió de camiseta. Por alguna razón, volvió a cepillarse los dientes y se roció con colonia. En el fondo, se alegraba de que Lisa no quisiera acompañarlo. De haber ido, seguro que no habría dejado de hacer comentarios sobre su “interés” por la vecina. Y él no sentía nada por ella. ¡Nada en absoluto!

Cuando llegó a la casa de Sofía, todo estaba en silencio. Empezó a preguntarse si siquiera estaba en casa.

Se acercó a la puerta, se quedó parado un momento y luego retrocedió. Desde fuera, parecía un robot aspirador desorientado.

En su interior, las emociones eran tantas y tan contradictorias que le sorprendía no haber salido corriendo.

—¡Toca el timbre, idiota!

La voz venía desde arriba.

Pero no, no era Dios indicándole el camino.

Damián alzó la vista y vio a Lisa asomada a la ventana de su habitación.

—¡Desaparece! —gruñó, agitando los brazos—. ¡Que desaparezcas, he dicho!

—¿Me lo dices a mí?

Se dio la vuelta y encontró a Sofía en el umbral, con cara de sueño. Su trenza estaba medio deshecha y aún tenía la marca de la almohada en la mejilla, lo que la hacía verse… adorable.

—Oh, no… Le hablaba a una urraca molesta —farfulló, volviendo la mirada a su casa. Pero Lisa ya se había escondido.

—¿Te desperté?

Sofía se desperezó, dejando al descubierto su vientre plano y bronceado.

—Sí.

—Entonces, ya estamos a mano.

—O sea, ¿viniste a vengarte? —preguntó ella, conteniendo la risa—. Todo un gesto de madurez…

Damián recordó la caja de dulces.

—En realidad, te traje un regalo.

—¿Para mí? ¡Gracias! Qué detalle más bonito.

—Es solo una muestra de agradecimiento por lo del campamento. Juan está encantado.

—Me alegra haber podido ayudar —Sofía sonrió, y un extraño escalofrío recorrió a Damián—. Se me ocurre una idea, ¿me esperas un momento?

—Claro.

Sofía entró en la casa.

Mientras la esperaba, Damián paseó por el pequeño jardín.

Ahora que estaba separado por una cerca, el espacio se sentía diminuto.

Un par de rosales, un manzano con ropa tendida entre sus ramas y una mecedora similar a la que él tenía en su porche.

Por primera vez, entendió por qué Sofía no quería la valla.

¿A quién le gustaría vivir en una jaula?

—Aquí estoy —dijo Sofía, sosteniendo una sábana y un termo—. ¿Desayunamos juntos?

—¿Aquí? —Damián frunció el ceño, sorprendido.

—No… ¡Conozco un sitio mejor! ¡Vamos!

Antes de que pudiera responder, Sofía lo tomó de la mano y lo guió hacia la playa.

Para Damián, aquello era extraño, casi infantil… pero no se resistió. Además, había algo en la suavidad de su mano que le resultaba agradable. Solo tenía que fingir que ese contacto no significaba nada. Lo difícil era engañarse a sí mismo.

—Aquí estaremos bien —dijo ella, extendiendo la sábana sobre la arena—. Siéntate, ¿qué esperas?

—En realidad, no tengo mucho tiempo…

—¿Te da tiempo para un café?

—Supongo que sí.

—Entonces siéntate. ¿O es que tienes miedo?

Damián suspiró y se acomodó a su lado.

Sofía le dedicó una sonrisa satisfecha y sirvió el café en dos tazas. El aroma a café recién hecho se mezcló con la brisa marina, creando una sensación de calma absoluta.

—Gracias —dijo García, dando un pequeño sorbo. El amargor puro, sin azúcar ni leche, era justo como le gustaba.

Sofía sujetó su taza con ambas manos, como si quisiera absorber su calor. Antes de beber, se quitó las sandalias y hundió los pies en la arena fresca.

—No hay nada mejor que un café matutino frente al mar… Bueno, quizá un café con un buen postre —añadió con una sonrisa traviesa, mordiendo un trozo de pastel. Luego se pasó la lengua por los labios, limpiando un poco de crema—. ¿Me vas a contar a dónde ibas con tanta prisa?




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