Amor tras la valla

10.1

Sofía dormía envuelta en su colorida manta. La brisa jugueteaba con su cabello, mientras los primeros rayos de sol besaban el rubor de sus mejillas. Damián, en cambio, no pudo cerrar los ojos en toda la noche. Se quedó observándola, como si fuera un fenómeno efímero, algo extraordinario que podría desvanecerse en cualquier momento. Para él, Sofía era como una lluvia de estrellas, un eclipse solar o el arcoíris después de una tormenta.

Justo cuando menos lo esperaba, le llegó la inspiración. Con un brazo abrazaba a Sofía y con el otro, con sumo cuidado, sacó su teléfono y tomó algunas fotos. ¿Acaso no era la modelo perfecta para un anuncio? En esas imágenes lo tenía todo: la frescura de la mañana, la brisa marina y la dulzura de Sofía, imposible de ignorar.

La joven se desperezó, aún con los ojos entrecerrados.

—Justo a tiempo —murmuró, levantando la cabeza del regazo de Damián.

—¿Para qué?

—Para ver el amanecer.

Sofía compartió su manta y cubrió los hombros de Damián. Él le agradeció, aunque en realidad ya ardía por dentro. En silencio, ambos contemplaron cómo el mar se teñía de tonos rosados. Antes, Damián habría pensado que esto era una pérdida de tiempo. ¡Por supuesto! Pronto despertaría el pequeño, tendría que preparar el desayuno, asegurarse de que se vistiera bien, de que se lavara los dientes sin tragarse medio tubo de pasta... Pero aquella mañana, por primera vez en mucho tiempo, sintió que estaba exactamente donde debía estar.

—Todo esto es muy bonito, claro… —rompió el momento Sofía—, pero estoy hambrienta. Me comería un elefante.

—Te prepararé algo —respondió Damián de inmediato—. Liza me enseñó a hacer panqueques. Básicamente son tortitas, pero suena más elegante.

—¡Me encantan las tortitas elegantes!

Recogieron sus cosas, guardaron la caja bajo el muelle y emprendieron el camino de regreso al pueblo. Los turistas aún dormían. Solo los vendedores locales madrugaban para montar sus pequeños puestos a lo largo del paseo marítimo: pescado seco, un par de botellas de vino casero y grandes ollas de mazorcas de maíz hirviendo. De vez en cuando alguien saludaba a Sofía, pero la mayoría miraba con evidente curiosidad a Damián. Sin duda, se preguntaban qué tenía en común aquel hombre tan serio con su vecina despreocupada.

Damián, incapaz de contenerse, la besó justo frente a una anciana especialmente cotilla.
— Fanfarrón… —rió Sofía.

Pero la magia no podía durar para siempre. El desayuno tranquilo e íntimo que habían imaginado se volvió imposible debido al alboroto en la casa. Como si lo hubieran presentido, todos se habían despertado antes de lo normal. En cuanto Damián y Sofía cruzaron la puerta, la realidad los golpeó de lleno.

—¡No me voy a comer ese engrudo! —gritaba Juan mientras corría con un bol pegado a la espalda con cinta adhesiva—. ¡Las Tortugas Ninja solo comen pizza!

—¿Viste el episodio donde se enferman del estómago por comer tanta pizza? —intervino Liza con total seriedad.

—No… —Juan se detuvo en seco.

—Vaya fan estás hecho. En realidad, casi se mueren del dolor —continuó Liza, improvisando—. Así que mejor no te arriesgues y cómete tu desayuno.

Damián estuvo a punto de felicitarla por su ingenio, pero cuando la miró, perdió la capacidad de hablar. Liza estaba cubierta de tatuajes de la cabeza a los pies.

—¡Pero si eso ni siquiera es avena! —se quejó Roma—. Hice un revuelto de huevos… No es mi culpa que parezca un desastre.

Sofía observaba el caos con una sonrisa. Sin darse cuenta, Damián y su familia la transportaban de vuelta a su infancia. A aquellos tiempos en los que su casa estaba llena de ruido, de vida, de amor. Cuando aún tenía a su familia con ella.

—Roma, gracias por el intento, pero ya puedes relajarte —dijo Damián, tomando el control—. Juan, desayunarás en el campamento. Liza… Madre mía, ¿por qué pareces una exconvicta? Por favor, dime que eso se quita.

—Es henna —suspiró la chica. Ya sabía que a su tío no le gustaría. —La mitad de los dibujos me los hicieron gratis porque la tatuadora estaba loca por Roma.

—Me hice pasar por un padre soltero —dijo Roma, guiñándole un ojo a Sofía—. Por lo visto, a las chicas eso les encanta.

—Yo tampoco entiendo por qué… —respondió ella con una sonrisa pícara.

Damián puso agua a hervir para el café y sacó todo lo que encontró en la nevera para improvisar unos bocadillos.

—Lo siento —le dijo a Sofía con sinceridad—. Hoy no habrá tortitas.

Treinta minutos después, todos finalmente se sentaron a la mesa. Liza y Roma fueron lo suficientemente considerados como para no hacer preguntas sobre la noche anterior. Se comportaron como si la presencia de Sofía en la casa fuera lo más normal del mundo. Aunque, para ser sinceros, les costaba disimular las sonrisas mientras veían a Damián cuidarla con tanta atención.

— Todo estuvo increíble —dijo de repente Sofía, limpiándose la boca con una servilleta—. Gracias por la hospitalidad, pero ya es hora de volver a casa. Peppa me está esperando.

— Te acompaño —Damián se levantó al instante.

— No, no. Termina tu desayuno —Sofía lo besó fugazmente en la mejilla—. Puedo ir sola. ¡Que tengan un buen día!

Salió de la casa antes de que nadie pudiera reaccionar. Basándose en experiencias anteriores, Damián había asumido que, como mínimo, la acompañaría hasta la puerta. Pero, claro, ¿se podía planear algo con Sofía?

En la cocina cayó un silencio incómodo. Damián bajó la vista a su plato. De repente, se sintió culpable. Culpable por haber desaparecido toda la noche. Culpable por querer salir corriendo tras ella otra vez.

— Hoy vuelvo a casa… —murmuró Roma—. Tengo que entregar los bocetos para su revisión.

— ¡No! —Damián se sobresaltó—. Borra todo lo que hicimos. Tengo una nueva idea.

— ¿Cómo?

Damián le mostró la foto de Sofía en la playa, bañada por la luz del amanecer.

— Dame un poco de tiempo —dijo, sintiendo la adrenalina de la inspiración recorrer su cuerpo—. Voy a crear un anuncio del que se enamorarán.




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