Amor tras la valla

13.1

La tormenta no amainaba. El mar había salido de su cauce y avanzaba con fuerza hacia el paseo marítimo. En todo el pueblo se habían colocado sacos de arena para evitar que el agua llegara a las casas si la situación empeoraba. Casi no quedaban turistas. Incluso el campamento infantil donde iba Juan se había vaciado, ya que la mayoría de los padres habían recogido a sus hijos.

García y Sofía estaban resguardándose del mal tiempo en la cabaña. Organizaban maratones de cine, dibujaban, preparaban repostería casera o jugaban a los juegos de mesa que habían quedado olvidados en el desván desde los antiguos propietarios. De no ser por el inminente viaje de Damián, podrían haber seguido viviendo en ese ritmo por mucho tiempo…

Él, sin embargo, estaba cada vez más nervioso. Ya había sido difícil convencerlo de irse sin los niños, pero empujarlo finalmente fuera de la casa resultó ser aún más complicado. Más de cien veces le preguntó a Sofía si estaba segura de poder con todo. Luego le dejó escrito el horario de los niños (al que ni siquiera ellos mismos solían atenerse), hizo compras como si se estuviera preparando para una guerra nuclear, revisó el botiquín y tuvo una charla individual con cada uno de ellos, exigiendo promesas de que no harían tonterías. Solo después de todo eso, se dispuso a partir.

—Dale menos dulces a Juan, incluso si usa su técnica secreta —dijo en sus últimas instrucciones antes de salir.

—Las rabietas infantiles no me afectan —se rió Sofía.

—¡Ojalá fuera solo una rabieta! Tiene la mirada del "cachorro abandonado", puede verte de una forma que, sin darte cuenta, acabarás siendo su marioneta.

—¿Así que tenemos a un pequeño maestro de la manipulación?

—A veces creo que tiene poderes hipnóticos. No cualquiera puede confundir tanto a la gente —Damián puso una pequeña maleta en el maletero—. Y el clima sigue empeorando. Les ruego que no se acerquen al mar.

—¡Justo pensábamos ir a bucear con un colchón inflable! —bromeó ella. Pero cuando vio que él se ponía pálido y comenzaba a sacar la maleta del coche, se apresuró a calmarlo—. ¡Oye, era solo una broma! Nada de buceo, lo juro.

—No tiene gracia.

—Es que estás demasiado tenso. —Sofía se acercó, le puso la mano en la mejilla y le susurró—: Relájate. Te prometo que todo estará bien.

García la abrazó y aspiró el inconfundible aroma de su champú de coco. Su corazón se aceleró. Cada vez que Sofía lo abrazaba con todo su cuerpo, algo extraño sucedía: una dulce punzada en el pecho, una sensación que se extendía por sus venas y le nublaba la razón. Todas las preocupaciones desaparecían, solo quedaba una paz absoluta y el deseo de que ese momento no terminara nunca. Sofía, con su magia indescriptible, se había convertido en su adicción personal. Y era una adicción que no tenía intención de curar.

—Voy a extrañarte —murmuró, besándola en el cuello.

—Sé que es mentira, pero igual suena bonito —se rió ella.

García se separó de Sofía y la miró a los ojos.

—¿Cómo? —preguntó, frunciendo el ceño—. ¿Por qué no me crees?

—Olvídalo —ella cerró el maletero—. Ya es hora de que te vayas.

—No, espera. ¡De verdad te voy a extrañar! Empiezo a echarte de menos incluso cuando solo vas a tu casa, ¡y estamos separados por una simple valla!

—¿En serio? —el rostro de Sofía se iluminó con alegría—. Es que eres tan… reservado. A veces pienso que te molesto con mis visitas a tu cabaña.

—¿Cómo explicártelo? No estoy acostumbrado a mostrar mis sentimientos delante de los niños.

—Pues yo creo que, al contrario, deberían ver una relación sana entre un hombre y una mujer. Es así como se construye un buen modelo de familia.

Las cejas de Damián se arquearon.

—¿Eso es lenguaje pedagógico?

—Ajá —Sofía se echó a reír—. Rita me escribió ayer. Está estudiando pedagogía a distancia y me enseñó un par de frases inteligentes.

—Rita tiene razón, y tú también… Dame un poco de tiempo, prometo mejorar.

Sofía bajó la mirada.

—Lástima que no tengamos tanto tiempo… —susurró tan bajo que García apenas logró oírla.

—Pensaba hablar de esto cuando regresara, pero ya que salió el tema… —se aferró a la puerta del coche para que Sofía no notara que sus manos temblaban de nervios—. ¿Te gustaría vivir en Lviv?

A Sofía se le cortó la respiración. Alzó la mirada hacia Damián, pero no pudo articular ni una palabra. Si había algo que no esperaba, era una propuesta tan seria. ¿Y sus acuerdos? ¿En qué momento aquel romance de verano sin compromisos se había convertido en algo mucho más profundo? La indecisión, el miedo y la felicidad la golpearon de golpe, como una ola gigante.

Abrió la boca para responder, pero ninguna palabra salió. Solo se quedó allí, mirándolo, esforzándose por no romper a llorar.

Los niños, que corrieron para despedirse de su padre, la salvaron del apuro.

—Ten cuidado en la carretera —advirtió Liza, imitando el tono de Damián—. Va a empezar a llover, la visibilidad es pésima y el asfalto resbala…

García le subió la capucha de la sudadera.

—No te preocupes por mí. Volveré en tres días —la atrajo hacia él y, sin importarle su protesta, la abrazó con fuerza—. Y si me entero de que Mak ha pasado la noche en nuestra casa, le arrancaré las pelotas.

—¿Y si yo paso la noche en la suya?

—¡No! Liza, ni se te ocurra…

—¡Era una broma! —levantó las manos en señal de inocencia—. Solo una broma.

—Tú y Sofía deberían formar un dúo —gruñó Damián—. Lo llamarían "Yo misma me río de mis chistes".

Juan, con su olfato para los negocios, aprovechó la ocasión.

—Por trescientos grivnas, vigilaré cada uno de sus pasos —propuso—. Incluso te mandaré informes diarios por Telegram.

—¡Chivato de pacotilla! —bufó Liza.

—Demasiado… —Damián negó con la cabeza, pero cuando Liza se agachó para atarse los cordones, deslizó dos billetes enrollados en la mano del niño. Juan, torpemente, le guiñó un ojo a cambio.




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