El primer día sin Damián pasó con total normalidad. El segundo también. Sofía invitó a Marta a casa, Liza llamó a Mak y los cuatro se dedicaron a entretener a Juan para que no se aburriera. El tiempo empezaba a mejorar, pero todavía estaba húmedo y embarrado afuera. El sol pálido apenas lograba asomarse entre las nubes y, cuando lo hacía, no tardaba en esconderse de nuevo tras el viento racheado.
—Ya no quedan más juegos de mesa, los videojuegos están terminados y hemos visto todas las películas posibles —resumió Liza con resignación—. Mi imaginación se ha agotado.
Mak se estiró en el sillón. Con la ausencia de Damián, se sentía bastante cómodo.
—Es como estar en una película del apocalipsis. Solo faltan los zombis asomándose por la ventana.
—El apocalipsis vendrá cuando Dami se entere de que te has pasado aquí todo este tiempo —rió Sofía. La verdad, le gustaba observar las relaciones tiernas de los adolescentes. Tenían algo especialmente entrañable.
—¿Y por qué iba a enfadarse? Solo me prohibió quedarme a dormir, y no lo he hecho.
—Técnicamente, no estamos rompiendo ninguna regla. Además, tenemos vigilancia constante… —Liza torció el gesto y señaló con la cabeza a su hermano menor—. Sí, sí, te he pillado escribiendo informes todo el tiempo.
—¿Y qué? —Juan cruzó los brazos con descaro—. ¿Qué vas a hacerme?
Mak se quedó pensativo.
—Podemos llegar a un acuerdo —dijo con tono de negocios—. Tengo una propuesta.
—Te escucho.
—Te pago cien más y me das tu teléfono hasta la noche.
Los ojos de Juan brillaron. Por un lado, no quería traicionar a su padre, pero por otro… Cuatrocientos grivnas sonaban mucho mejor que trescientos. Y, para colmo, Liza lo estaba decepcionando: no hacía nada interesante. ¡Qué aburrimiento!
—Primero el dinero —dictaminó, dejando el móvil sobre la mesa.
—Sin problema.
Tras sellar el trato, Juan corrió a su habitación a contar su tesoro. Debió de encontrarlo un pasatiempo muy absorbente, porque no volvió en un buen rato. Las chicas terminaron de preparar la comida y pusieron la mesa, pero él seguía sin aparecer.
—¿Será que se quedó dormido? —se preguntó Sofía—. Voy a ver.
—Bah, seguro está buscando un escondite para su hucha —soltó Liza con una risita—. La última vez la escondió tan bien que ni él pudo encontrarla después.
Aun así, Sofía subió al segundo piso. Tocó la puerta con suavidad por si el niño realmente había decidido echarse una siesta.
—Oye, campeón, ¿tienes hambre?
—No… —se oyó una vocecita apagada—. Me siento raro.
Las piernas de Sofía flaquearon. Su mayor miedo era que alguno de los niños se enfermara. Hasta había evitado que salieran demasiado para reducir riesgos.
—¿Te duele algo? —se acercó a la cama, donde Juan estaba hecho un ovillo, como un gatito asustado—. ¿Es la cabeza?
—La barriga. Aquí —señaló un punto cerca del ombligo—. Duele mucho.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
Sofía palpó su vientre, pero no notó nada fuera de lo común. Aunque, claro, ¿qué podría notar si las manos le temblaban de los nervios? Solo confirmó su propia inexperiencia en asuntos de salud infantil.
—¿Me voy a morir?
—¡No! ¡Dios mío! ¿Por qué preguntas eso? Nadie se va a morir. Ahora mismo llamamos a una ambulancia…
—¡No quiero una ambulancia! —sollozó el niño, encogiéndose en la cama—. ¡Prefiero morirme en paz!
En ese momento, Liza y Mak llegaron corriendo.
—¿Qué pasa aquí? ¿Por qué grita así?
—Creo que esto va en serio… —Sofía estaba blanca como el papel.
—Eh, Juan, ¿cuánto quieres para ponerte bien? —intentó bromear Mak, esperando que el niño solo estuviera exagerando.
—Nada… Solo quiero a mi papá. ¿Cuándo vuelve? —Las lágrimas empezaron a llenar sus ojos—. Díganle que me siento mal…
Después de esas palabras, todos se quedaron helados.
—¡Quédense con él! —ordenó Sofía y bajó corriendo las escaleras. Agarró el móvil y marcó el número de emergencias—. ¿Hola? ¿Es ambulancias? ¡Necesitamos ayuda urgente, hay un niño enfermo!
—Buenas tardes. ¿Cuáles son los síntomas?
—Dolor abdominal. No sé si es intoxicación, una úlcera o qué… No ha comido nada extraño, ha estado bien hasta ahora… ¡Díganme qué hacer!
—Por favor, dígame la dirección.
—Callejón Primorsky, casa 3 ¡Por favor, dense prisa!
—Espere, la unidad está en camino.
Ese “en camino” se convirtió en media hora eterna. Juan no mejoraba, y Liza empezó a entrar en pánico.
—¡Tenemos que llamar a papá! —exclamó, agarrando su teléfono—. Él siempre sabe qué hacer.
—No hace falta —suplicó Sofía—. Está en la otra punta del país, no puede teletransportarse. Solo se preocupará sin razón. Además, vuelve mañana por la mañana.
—¡Lo que pasa es que tienes miedo de que se enfade contigo porque no has podido manejar la situación! —Liza estaba al borde del llanto—. ¡Y eso que prometiste…!
—Gritarle a Sofía no va a cambiar nada —intervino Mak—. No es su culpa.
—¡No la defiendas!
La discusión se vio interrumpida por una llamada.
—Buenas tardes, señorita. Hay un problema… La carretera está inundada y la ambulancia quedó atascada…
Sofía se agarró la cabeza con desesperación.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Intentaremos llegar a pie, pero tardaremos un poco. ¿Cómo está el paciente?
—¡Mal! ¡No caminen, corran, ¿entendido?!
Cortó la llamada y apretó los dientes para no romper a llorar frente a Juan. Él necesitaba una adulta responsable a su lado, no una histérica al borde de la desesperación.
—Todo estará bien —dijo con decisión—. Solo tenemos que esperar a los médicos. Ya están cerca.
—¿Esperar? —saltó Mak, que había escuchado la conversación con los paramédicos—. ¡No podemos esperar! Bajen rápido, iré a buscar a mi padre. Tiene un todoterreno, con eso llegaremos sin problema.
—¡Y de paso recogemos a los médicos! —se animó Liza—. ¡Vamos!