Mientras tanto, Damián salió del hospital para darse una ducha y descansar un poco tras pasar la noche en vela junto a Juan. El niño, por su parte, estaba perfectamente: daba órdenes al personal del hospital y jugaba a videojuegos. Si no fuera por la cicatriz en el abdomen, cualquiera pensaría que había sido ingresado por error.
Cuando la angustia por su hijo empezó a disiparse, Damián decidió arreglar las cosas con Sofía. Sabía que la había lastimado en un arrebato de ira y no quería perderla por un error estúpido. Se arregló, ensayó algunas frases ingeniosas para pedir disculpas y las repitió varias veces frente al espejo. Lo único que consiguió fue sentirse como un completo idiota.
—Igual acabaré diciendo una tontería —le murmuró a su reflejo—. Mejor que salga lo que tenga que salir.
Justo cuando iba a buscar a Sofía, la música explotó desde alguna parte. Resonaba a todo volumen. Frunció el ceño, miró por la ventana abierta: nada. Echó un vistazo al jardín: vacío. Solo cuando salió a la calle vio un grupo de gente en la playa. De inmediato le vinieron a la mente sus primeras semanas en Arenas Doradas, cuando las fiestas de Sofía destruían cualquier esperanza de unas vacaciones familiares tranquilas. Para completar el déjà vu, solo faltaba que Peppa apareciera entre sus pies.
No le quedó otra opción que dirigirse directamente al epicentro del caos para encontrarla. Cruzó la calle y se adentró en una escena de pura despreocupación: un grupo de chicos y chicas se divertían sin freno. Algunos jugaban al vóley, otros bailaban alrededor de una enorme bocina y un par de ellos, los más responsables, se ocupaban de las salchichas para los hot dogs.
—¿Otra vez te molestamos? —sonó la voz de Sofía.
Damián se giró. Allí estaba ella, con un bikini negro y una camisa de gasa que apenas le cubría los muslos. Era un atuendo normal para la playa, pero le hervía la sangre solo de pensar en otros hombres devorándola con la mirada… como él solía hacer.
—Necesito hablar contigo.
Sofía ignoró su comentario.
—¿Cómo está Juan? —preguntó.
—Bien. En tres días le darán el alta.
—Le preparé algunos regalos… —desvió la mirada—. Los dejaré en la puerta. Puedes dárselos luego.
—¿Por qué en la puerta? ¿No quieres entrar?
Estaba a punto de responder cuando un chico apareció por detrás y le pegó una botella de cerveza fría en la espalda. Sofía dio un salto y se le erizó la piel.
—¡Ay! ¡Podrías avisar! —protestó.
—¿Vas a montar? —preguntó él, señalando dos motos de agua.
—Sí, espera un segundo.
—Pero no tardes.
El chico desapareció y Damián se puso más oscuro que una tormenta en el horizonte.
—Ni se te ocurra subirte a esas motos. No veo chalecos salvavidas y tu amigo ya está borracho. ¿Tienes idea de lo peligroso que puede ser?
—No empieces otra vez —Sofía puso los ojos en blanco—. Ya estás en modo "papá".
—Entonces no te comportes como una niña.
—Dime una cosa, ¿viniste a darme otro sermón?
—Quería verte.
—Pues ya me viste.
—Sí, y si quieres que esto no sea la última vez, te pido que no subas a esas motos.
—Si quieres que esto no sea la última vez, deja de comportarte como una gallina clueca —Sofía explotó—. Y no solo conmigo, también con los niños. ¡Basta de exagerar!
Lo había dicho demasiado alto. Los demás dejaron lo que estaban haciendo y se acercaron a la pareja.
—¿Hay algún problema? ¿Este tipo te está molestando? —preguntó uno de los chicos.
—No, todo está bien…
—Lárgate, tío. No arruines la fiesta.
—Sí, nadie te invitó.
Damián le agarró la muñeca a Sofía.
—Vámonos. No tienes nada que hacer con estos idiotas.
—¿Cómo nos llamaste? —el tono del chico se volvió agresivo. Y sin esperar respuesta, le metió un puñetazo en el ojo.
Las chicas gritaron. Sofía corrió hacia Damián, pero él ya estaba fuera de sí. Le hacía falta soltar toda la tensión acumulada, y esta era la excusa perfecta. Agarró al tipo de la camiseta y ambos cayeron sobre la arena.
—¡Basta! —gritó Sofía—. ¡Damián, ¿qué demonios estás haciendo?! ¡Alguien deténgalos!
Pero nadie intervino. Al contrario, los demás se dividieron en bandos y comenzaron a animar a su favorito. La única que acudió al rescate fue Marta.
Si tenía talento para poner orden entre niños revoltosos, dos hombres peleando no iban a ser un reto para ella. Agarró un balde lleno de hielo, en el que enfriaban las bebidas, y sin dudarlo se los vació en la cabeza.
—¿¡Se han vuelto locos!? —les gritó cuando finalmente se separaron—. ¡Ya basta! Sofía, llévate a tu novio. Chicos, lleven a Vova a la sombra y denle agua.
—Nos arruinaste el espectáculo…
—¡Ahora mismo! —Marta rugió con su tono de maestra de escuela—. ¡O les apago la música!
Sofía se inclinó sobre Damián.
—¿Qué demonios fue eso? —le preguntó, ofreciéndole la mano.
Damián se tumbó de espaldas. Los rayos de sol jugaban en el cabello de Sofía y en sus ojos brillaban lágrimas. Otra vez. ¿Por qué siempre la hacía llorar? Tal vez había sido el golpe en la cabeza, tal vez era el momento de admitir la verdad, pero García comprendió que debía arreglar todo. Y rápido.
—Estoy enamorado —murmuró con una sonrisa.
Sofía parpadeó, confundida.
—¿Qué…?
—¡Hablarán en casa! —intervino Marta—. Sof, cúralo un poco, que no asuste a los niños con esa cara.
—Sí, claro —asintió la chica—. Vamos, García. A casa.
—¿A la tuya o a la mía?
—A la nuestra.