Sofía no recordaba cómo había llegado a la casa. Tampoco recordaba quién le había puesto un vaso de agua en las manos. Todo era como un sueño nebuloso. Solo recobró la claridad cuando, frente a ella, apareció el mismo Damián. Vivo y sin un rasguño.
—¿Qué le pasa a Sofía? —exclamó él, haciendo que toda la casa retumbara con su voz—. ¡Cariño, te sientes mal?
Alarmado, García se agachó frente a ella.
—Pensé… —susurró ella entre lágrimas—. Pensé que habías muerto… Liza dijo que tuviste un accidente.
Damián se giró lentamente hacia su sobrina.
—¡Liza! ¿En qué demonios estabas pensando?
—¡No me dio tiempo de terminar la frase! —se defendió la niña—. Sofía, lo entendiste todo mal…
—Explíquenme.
Damián soltó un suspiro y, sin decir una palabra más, dejó una caja de cartón frente a ella. Desde su interior se escuchó un maullido débil y molesto.
—Atropellé accidentalmente a una gata. No sé de dónde salió, apareció de la nada. Tuve que llevarla al veterinario y esperar a que le enyesaran la pata y la cola. Ese fue el "accidente".
Sofía acarició a la asustada criatura pelirroja, que los miraba con enormes ojos verdes.
—¿Se quedará con nosotros? —preguntó con ilusión.
García levantó las manos en un gesto de rendición.
—No me daría la conciencia para dejarla en la calle. Considéralo un regalo de bodas.
Los ojos de Sofía brillaron. Se lanzó a abrazar a su prometido y soltó una carcajada.
—¡Es un regalo maravilloso!
Con esta nota positiva, todos se retiraron a sus habitaciones. Les esperaba un día importante y la nueva familia necesitaba descansar.
Román llegó apenas salió el sol. Pensaba entrar a la casa en silencio, pero resultó que nadie dormía ya.
—¡A desayunar todos! ¡El buffet todavía tarda! —gritaba Damián—. ¡Sofía, suelta ese trasto y come algo! ¡Al menos un sándwich! ¿Para qué crees que los hice?
—¡No es un trasto, es la decoración del arco! —respondió Sofía, dándole un mordisco al vuelo y corriendo hacia la sala—. ¡Marta! ¡MARTA!
—¿Quééé? —el grito le reventó el oído a Román.
—¡Dale de comer a la gata!
—¿Con qué?
—Agarra un sándwich de Dami.
A nadie parecía importarle la llegada del padrino. Una persona más en este avispero no hacía la diferencia. Román apenas logró abrirse paso entre el caos para saludar a su amigo, pero ni siquiera tuvieron tiempo de estrecharse la mano antes de que García se enfocara en su sobrina.
—¡¿Saliste así vestida?! —bufó, furioso—. ¿Qué es esa pinta?
—Es un bikini…
—¡Eso no es un bikini, son unos hilos metidos en el trasero! ¡Ponte algo decente!
—De hecho, me lo regaló Sofía… —Liza frunció el ceño.
Damián miró a su prometida y suspiró pesadamente.
—Al menos cúbrete con algo.
—No tengo pareo.
—¡Ese no es mi problema! ¡Envuélvete en una cortina si quieres, pero no vas a andar enseñando el trasero en mi boda! —sentenció García—. ¡Mac! ¡Deja de mirar! ¡No mires, te digo! ¡Y por cierto, ¿qué haces aquí tan temprano?!
—Eh… es que nunca me fui anoche…
—¿¡Qué?!
—¡Voy a ensayar! —gritó el chico y salió corriendo.
Román observaba la locura que lo rodeaba sin poder contener una sonrisa. No podía creer lo rápido que había cambiado la vida de su amigo. Y aunque en ese momento Damián parecía el ganador del premio al "Hombre Más Agobiado", estaba claro que era feliz.
La boda fue una locura. La oficial del registro civil, acostumbrada a leer discursos solemnes dentro de una oficina, aceptó con dificultad ir vestida de playa. Sofía llevaba un vestido blanco corto que, junto con la corona de flores, la hacía parecer una ninfa marina. Y su novio, de pie junto a ella, estaba descalzo, con unos shorts de palmeras, cavando la arena con los dedos de los pies por los nervios.
Los testigos merecían una mención aparte. Román, con muletas, y Marta, con tacones de aguja, hacían una pareja perfecta. Sus trajes de padrino y dama de honor habían sido comprados como conjunto en una tienda erótica. Gracias a Dios, nadie lo sabía.
—Leí un artículo —murmuró Marta al oído de Román— que dice que un tercio de las bodas terminan con la dama de honor seducida.
—¿Por quién?
—Usualmente, el mejor amigo del novio… No es que esté insinuando nada. Solo te informo del dato.
—Lo tendré en cuenta —asintió él, divertido. De hecho, hacía tiempo que buscaba una mujer que leyera, y esta al parecer elegía bien sus lecturas.
Los novios intercambiaron anillos. La banda de Mac, temporalmente convertida en orquesta de bodas, aumentó el volumen. Para sorpresa de los invitados, su música resultó bastante agradable… algo parecido a la marcha nupcial hawaiana con toques de Marilyn Manson que se colaban de vez en cuando.
Damián tomó la mano de Sofía. Estaba tan nervioso que no podía quedarse quieto. La garganta seca, las rodillas temblorosas.
—Toda mi vida he caminado hacia ti —dijo, mirándola a los ojos—. Atravesé kilómetros de distancia, dudas y miedos, pero valió la pena. Te amo.
Bajo los aplausos de los niños, apenas logró deslizar el anillo en el dedo de su esposa.
—Oh… no sabía que tenía que preparar un discurso. Bueno, diré lo que pienso —Sofía respiró hondo—. ¿Recuerdas cuando llegaron aquí y te dije que el mar te cambiaría? No me hiciste caso, y tenías razón. Me equivoqué. El mar no te cambió, ni tenía por qué hacerlo. Solo fue un testigo silencioso mientras yo comprendía, poco a poco, que eres el hombre perfecto para mí. Sé que suena cursi, pero es la verdad. Eres con quien quiero pasar mi vida. Quien quiero que sea el padre de mis hijos.
El segundo anillo se deslizó en el dedo de Damián.
—Los declaro marido y mujer —dijo la jueza—. ¡Pueden… romper la valla!
Los novios, que ya se inclinaban el uno hacia el otro para besarse, se quedaron perplejos. Pero Marta tomó la iniciativa.
—Aquí tienen —les entregó una motosierra—. ¡Rompan la barrera!